Luis Rebaza-Solaruz
La noche entera llovió. Y llovió la noche entera, a cántaros. Y enlazado a ese arrullo monótono de gato, no faltó el otro ruido. Toda la noche, en la oscuridad: el mismo de todas las noches de las últimas semanas: un martilleo incesante, como el de alguien que se embarcase en una labor titánica: la construcción de una nave del tamaño de una casa o algo así; algún tejido de listones de madera bajo dedos pequeños que se alzan y se desploman sobre las sienes, interminables, como interminable fue la lluvia que caía en la noche.
Al amanecer no hubo más lluvia, no hubo más noche. El cielo quedó vacío de su pelaje prieto y erizado. Despejados se encontraron los temores. La luz volvió para iluminar a los vivos y a sus propiedades; los muertos se replegaron a su aún más profunda humedad. Adentro se apagaron los estertores. Afuera quedaron los autos entumecidos; en su impermeable protección el escandaloso diario del día; rígidos los hambrientos buzones del correo; de pie los parquímetros con su lengua roja; cristalizado el apéndice de los goteantes grifos de combustible: la seguridad de la vida continua.
Pero, mientras los durmientes despertaban, la nieve reemplazó a la lluvia. Como rozada por la suavidad de la luz pasó un dedo por las frentes, esponjoso y ácido. La sorpresa de algunos madrugadores no pudo impedir la avalancha. Todo se hizo tan blanco que no se tuvo ya un nombre para el viejo color, apagado, percudido, sospechoso. La sustancial blancura recuperó su lugar aunque no pudo ser vista por los ojos despiertos: brillaba por su presencia.
Cuando la mañana llegó a los relojes, ya todo estaba cubierto, ya nada podía hacerse. La nieve cubría y redescubría al mundo. Aquí hubo unas flores, un árbol cubría esto; por acá, bajo las hojas secas se veía cierto verde; los caminos resultaban estando mal calculados; falta aquí un puente; hay demasiada basura por doquier, basura que no huele, que no se disuelve con la lluvia, que se yergue en vigilia bajo la nieve.
Un sueño soñaba esa noche. Un sueño blanco y callado entre dos papeles en blanco. Y abrí los ojos al techo blanco. La nieve caía sin respeto sobre mi sueño y mi despertar. No podía ver claramente a más de diez metros, pero podía ver borrosamente la densidad del horizonte a lo lejos de la ventana. Todo se me hizo como un ejercicio de miopía, de astigmatismo, de helada catarata.
Y en la calle todo se movía en su propio sitio. El clima se levantaba sorprendido del descuido del mundo. De su poca defensa civil. Estremecimientos, limpiezas, resbalones. Las radios estaban encendidas, los teléfonos repicaban disculpas y excusas, se mezclaban preocupaciones neuróticas y desenfados. Se perdieron las huellas, se olvidaron las agendas. Las responsabilidades eran pan de esa mañana resbaladiza. Pensé y pensé qué es lo que hacía fuera del sueño. A esa hora las oficinas debían ser punto de reunión de puntuales compulsivos. Cuántos jefes rumiarían la vergüenza de llegar más tarde que sus empleados. Cuántos seres arriesgarían la vida, cuántos la estaban perdiendo y sin dejar siquiera rastro.
Me sentí desnudo y sin derecho a haber estado soñando. Y me sentí despojado de mis sueños de un portazo. Y pasé horas y horas mirando por la ventana las frustraciones de los despiertos. De cuclillas sobre mis pies helados. Nadie debía saber que estaba yo despertando, que sabía de la nieve, que sufría entre ceder al mundo o permanecer en mi estado de sentido común, en mi lugar.
Apagué la radio. No respondí el teléfono por más que éste daba de saltos enloquecidos. No bebí café , no encendí la cocina. Sólo bebí leche, helada leche, durante frías horas y lentamente. La tarde llegó sin que hubiera partido la nieve. Yo permanecía desnudo y mirando a través de la ventana. La luz se hizo celeste, celeste se hizo todo lo iluminado por la luz de la nieve cuando la luz de la tarde se hubo ido.
Fui al baño envuelto en un temblor frío y persistente. Comprobé ahí, entre convulsiones, que tenía fiebre. Volví a las sábanas, y me pareció ver mi cuerpo en la claridad del techo. Me estremecí, temblé. Sentí una nieve con dedos sobre mis sienes. Oí un martilleo incesante, como el de alguien que se embarca en una labor titánica: colocar un mástil monstruoso sobre una nave del tamaño de un edificio o algo así. Y me sentí como si nunca hubiese existido ese día ciego, encerrado, incomunicado, ignorante de lo que no alcanzaban a ver mis ojos. Y me sentí como si amaneciera otra vez, como si no hubiese dormido nunca, como si hubiera pasado la noche en blanco.
Fue de un salto convulso que entonces abrí la ventana con el pecho, la intimidad y los ojos descubiertos. Y eran la marea y la nieve oscuras.
***
Luis Rebaza Soraluz. Estudió ciencias y se graduó en Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Dejó el Perú en 1987 e hizo estudios de posgrado en los Estados Unidos. Desde 1994 enseña literatura, arte y cultura latinoamericanas en el King’s College de la Universidad de Londres. Desde 1978, ha hecho trabajo interdisciplinario en las áreas de poesía, las artes visuales y la historia cultural. En 2017 el Fondo de Cultura Económica publicó Ultramodernidades y sus contemporáneos. En 2000, editó La construcción de un artista peruano contemporáneo; en 2004, Arte poética, una extensa antología de la obra literaria y visual de Jorge Eduardo Eielson; y, en 2010, la recopilación ensayística de este mismo autor Ceremonia comentada: textos sobre arte, estética y cultura 1946-2005. También ha publicado tres colecciones de poesía y dos relatos. Su obra creativa ha sido incluida en las antologías Estática doméstica: tres generaciones de cuentistas peruanos (1951-1981) y Caudal de piedra: veinte poetas peruanos (1955-1971), publicadas en 2005 por la Universidad Nacional Autónoma de México.
Crónica del libro Correo Privado, una antología que reúne 14 crónicas de autores peruanos residentes en el extranjero. La selección y el prólogo ha sido realizada por Gunter Silva Passuni.
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