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Adelanto de la «Los ojos de mi padre», novela de Isabel Ibáñez de la Calle

 

Sí, es tu muñeco. Es la primera vez que lo nombras así. Ellos no te entienden, así que te ves forzado a decir su nombre. Más fuerte. Más claro. Su nombre. Sientes un dolor en la entrepierna, la garganta inflamada, ganas de ir al baño. Crees que de un momento a otro te dirán, señor, esto es un error, es el hijo de alguien más, este muchacho no es Gerardo Torres Maya, se parece mucho, pero usted se equivocó. Gerardo te hablará por teléfono entonces y te dirá, papá ¿dónde estás? Tú intentarás explicarle que estás en el Servicio Médico Forense reconociéndolo. ¿Qué haces ahí, papá? No sé, hijo, voy a la casa con tu mamá, espéranos para comer.

***

Lorena vestirá jeans oscuros, una camisa blanca abotonada de principio a fin y un foulard color durazno. Tú, pantalones para hacer ejercicio, negros, con rayas a los lados. La chamarra cerrada hasta el cuello. ¿Cuántas veces te dijo Gerardo que la ropa para hacer ejercicio no se lleva a juego desde los noventa? Te sentirás. Sí. Miserable, aunque. Es difícil explicarlo. Ahora. ¿Cómo pudiste verlo así por última vez? Llegarán al Semefo. A las 9:03 de la mañana, en la Colonia Doctores de la Ciudad de México.

Gerardo Torres Maya Bautista murió alrededor de las cuatro de la madrugada. En la calle y solo. Su cadáver a un lado del coche. El coche hecho pedazos junto al muro de contención del segundo piso del Periférico Sur. Los peritos declararon que pretendió dar una vuelta a 180 km/h, justo en la salida de Copilco, Eje 10. Según los informes del médico legista, el finado no tuvo conciencia a la hora de morir. Usaron esa palabra. Finado.

Sentada en la sala de espera. Con esa insignificancia. Pequeñez que odias desde hace tiempo. Lorena decidirá no ver el cadáver. Y finalmente tú. Lo harás. Alguien tiene que tomar las riendas. Eso has hecho siempre. O lo pretendes. Te toca reconocer a tu hijo. Sabes que, si no. Esperarás sentado como un perro. Y no quieres ser un perro. Eres un perro con esa imagen. La imagen de él. Exánime. Lo sabes. O no lo sabes. Semefo. La quijada desarticulada de Gerardo. Una. Dos. Casi tres. Casi tres horas de inmovilidad. Casi tres de esto no me está pasando a mí. Mi hijo no.

Señores, sé que este es un momento muy doloroso, pero me gustaría hablar con ustedes sobre la donación de órganos. Recibirás el folleto. Esa señora, con falda a cuadros y medias color carne y mocasines negros y suéter beige y su piel a la que le faltan vitaminas y su falsa compasión. Porque sé que es un momento muy doloroso no es suficiente para el padre que está en el Semefo. Lorena callará mirando hacia el escritorio del mostrador de la sala de espera. Han pasado más de cinco horas para donar el corazón o los pulmones, les asegura la mujer. El riñón suele durar hasta 30 horas. Las córneas en refrigeración doce. Queda poco tiempo, repetirá esa voz de mujer acostumbrada a un trabajo difícil pero rutinario. Señora de la morgue moviendo hacia arriba los lentes de pasta que le tapan la mitad de la cara. Repetirá, de nuevo, que es un momento muy doloroso y que lo siente, que lo sabe. Pero no lo sabe. Se disculpará. Riñones. Hígado. Asentirás con la cabeza. Firmarás el documento que te han entregado. Hasta en el peor momento de la vida hay que hacer las cosas bien. ¿Puede poner su nombre debajo de su firma, la fecha y la hora? Hugo Torres Maya Ramírez. Domingo 23 de abril, 2017. 12:00 horas.

Treinta minutos después, un médico forense saldrá de una puerta que dice sólo personal autorizado, con un fólder verde en la mano derecha, su pijama azul de quirófano y una bata percudida. Se acercará a ti y antes de que puedas decir algo, se disculpará por la demora en los trámites. Dirá lo siento mucho. Explicará. Por el cambio de turno, la camioneta del Semefo tardó en llegar al lugar del accidente, suele ocurrir, sabe. No contestarás. Volverá a decir. Lo siento. Una vez reconocido el cadáver, se procede con los trámites para el acta de defunción. Siento la demora, señor. No contestarás. Sé que es un momento muy difícil. No contestarás. Después de la palabra defunción, el médico solicitará a la recepcionista unas copias con papeletas legales y los teléfonos de los servicios públicos funerarios. No los utilizarás. Al final del día, tu suegro llamará a una casa funeraria con pisos de mármol en el Eje 10, en el Pedregal, en la colonia donde vives. Lo hará con la mano en la frente y los ojos a punto de estallarle, aunque ahora quizá sueña con su nieto sentado en el jardín bebiendo limonada debajo de la jacaranda que tan linda se pone en abril.

El médico mirará su reloj, acomodará su guanga playera azul de quirófano, te solicitará entrar en una oficina aledaña con un escritorio vacío, un archivero azul metal de los años 70 y una silla raída en la que ninguno querrá sentarse.

Señor Torres Maya, el Centro Nacional de Trasplantes no aceptará a su hijo como donante. No dirás nada. Y repetirá lo siento. Medicamente no es un impedimento, pero es parte del protocolo. Verás a Lorena, a través del cristal de la puerta. Sentada. Otra vez pequeña, otra vez inmóvil. Con la bolsa de pertenencias de Gerardo en sus manos. Escucharás decir al médico que no puede hacer más. Te le quedarás viendo fijamente a los ojos y le dirás: tenía 21 años. Gerardo, mi hijo, tenía 21 años. ¿Cómo es posible que sus órganos no sirvan?

El proceso se ha hecho con total apego a la normativa vigente. El problema son los resultados de los análisis preliminares del deceso. ¿Es por los golpes? Contestarás. La escena se te vuelve aún más triste con el último rechazo. El médico sigue. Tiene más que ver con la cantidad de dietilamida de ácido lisérgico que se detectó en el cuerpo, aunado al tiempo que ya ha pasado, por lo que le comentaba de los trámites y el cambio de turno. Dietila qué, preguntarás. LSD, señor, además de alcohol y mariguana. Sentirás tus más de cinco litros de sangre hirviendo hasta la cabeza. Lorena se quedará petrificada al ver que golpeas al médico. Sin que la voluntad pueda hacer que su cerebro dé una orden, dejará caer la bolsa negra con pertenencias de Gerardo que abrazaba minutos antes.

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