Una mujer interrogada en una sala oscura. Una joven habanera que anota su mundo en un diario íntimo. Un avión secuestrado. Un país que vive bajo una larga apertura: la del tablero de ajedrez, la del cerco ideológico, la de una vida en compás de espera.
La apertura cubana arranca con el secuestro de un vuelo comercial estadounidense, que en lugar de aterrizar en La Habana, es desviado por las autoridades al aeropuerto de Pinar del Río. Allí comienza una investigación y un interrogatorio minucioso a una pasajera cuya identidad despierta sospechas. Mientras eso ocurre, el lector accede a las entradas del diario de una adolescente que crece en Cuba en los años ochenta. ¿Qué une a estas dos mujeres? ¿Son acaso la misma persona en tiempos distintos? ¿O piezas separadas del mismo tablero?
Alexis Romay compone una novela donde cada movimiento parece calculado, pero donde las piezas (y las personas) insisten en salirse del guion.
Dos voces, un eco
La estructura narrativa de la novela es de entrada un desafío que invita a la complicidad: las transcripciones de un interrogatorio se intercalan con las entradas del diario de una joven habanera que crece en los años ochenta, años de consignas, escaseces y silencios. A través de este contrapunto, Romay logra una suerte de collage político y existencial.
Cada sección marcada con una fecha parece ser una pieza clave para entender quién es realmente la mujer que está siendo interrogada, y qué relación guarda con la voz que escribe desde la infancia: “Era una tarde perfecta. Pero era también la tarde del 24 de febrero de 1996, fecha que ya por siempre será aciaga…” escribe, refiriéndose al derribo de las avionetas de Hermanos al Rescate. Este episodio sirve de punto de arranque para la novela y también de telón de fondo emocional y político.
El arte del desvío
La novela de Romay se construye como un juego de espejos donde cada personaje, cada diálogo, cada recuerdo deja una pista… o una trampa. Como en el ajedrez, cada jugada implica una pérdida, una renuncia, una posible traición. El lector se convierte en un tercer jugador, obligado a pensar qué hay detrás de lo dicho y lo no dicho.
La narradora del diario escribe con humor, con ternura, con una ironía que nunca cae en la parodia. Hay momentos en que el tono roza lo cómico, sin perder nunca de vista el trasfondo trágico: “Le repito que era una tarde perfecta —aunque quizá el clima andaba unos grados por debajo del gusto de los habitantes acostumbrados a amanecer en el trópico—, pero la perfección de la tarde existía, expuesta contra el cielo como un paciente anestesiado sobre la mesa de operaciones…”
Memoria y táctica
Más allá del retrato político, La apertura cubana es también una meditación sobre la memoria y el lenguaje. La novela está llena de pequeñas observaciones sobre el modo en que se recuerda una vida bajo vigilancia, o cómo se transforma una historia al ser contada bajo presión. Las referencias culturales son múltiples y a veces disonantes: de Charly García a Borges, de la Ruy López a los CDR. Pero todo encaja, como si Romay tejiera una partitura con retazos de historia personal y colectiva.
Un final abierto
Como toda buena apertura, esta novela no resuelve todo. No necesita hacerlo. El último movimiento queda en manos del lector. Lo que sí queda claro es la maestría de Alexis Romay para crear una estructura narrativa donde el juego no es solo forma, sino también fondo, método y significado. En La apertura cubana, el ajedrez no es solo un símbolo: es una forma de vida, de resistencia, de literatura.