Adelanto de la novela Tus pequeñas huellas, del autor Oswaldo Estrada
Sabe que nada será igual después de verlo y tocarlo, que ha llegado para quedarse, aunque todos piensen lo contrario.
En los pocos minutos que le quedan con él, Andrés lo arrulla sin ningún apuro, pasando el dedo índice por su frente y su nariz. Improvisando confidencias y encargos. Lo mide con la mano abierta y cerrada para no olvidar que así fue. Y lo besa despacio. En las mejillas, sobre los ojos cerrados. Tocando sus dedos finos, sus muñecas diminutas. Y sus pies.
Lo había imaginado tantas veces. Antes de quedarse dormido, pensando que lo tenían acomodado entre los dos, con su pijama de franela para aguantar el primer invierno. A la hora del desayuno, mientras tomaba a soplos el café y lo sentía a su lado, frente a un tazón de cereales con leche, como los americanos. O a punto de tomar el Subway para llegar al trabajo, donde veía a otros niños cruzando la ciudad de la mano de sus padres. Gordos o espigados, bien relamidos o con el pelo alborotado y los ojos listos para comerse el mundo de un bocado.
También pensaba en él cuando se obligaba a caminar por recomendación de Sergio. A mediodía o por las tardes. Enfundado hasta las orejas y pujando de frío para aguantar la humedad que se le metía hasta los huesos, aunque los gringos corrieran a su lado felices, ligeros de ropa, sin sentir el hielo. Nosotros estamos hechos de otra madera, hijo, le decía a solas, deseando que heredara la agilidad de su madre y no su cuerpo troncoso. Para correr por esos parques neoyorkinos y mirar desde ese lado del río la impresionante estructura metálica del Hell Gate Bridge, o la traza perfecta de ese otro puente, el Triborough, que lo seguía cautivando después de vivir todo ese tiempo en la ciudad.
Qué fácil era para otros, pensaba al ver a cualquier muchachita embarazada. Y a ellos les había costado tanto. Qué fácil tener dos, tres y cuatro hijos en esos departamentitos minúsculos del Barrio Latino donde les gustaba ir a comer algún fin de semana. Sólo ellos sabían las pruebas de fuego que habían pasado para tenerlo. El dolor quedito en cada articulación. Las noches en vela. Los llantos desesperados de Marena y el terror de intentarlo de nueva cuenta.
La primera vez que soñó con ser padre tenía veintitrés años. Su enamorada llegó a casa muerta de miedo porque llevaba dos semanas de retraso, y él no dudó un segundo en tenerlo. Estás loco, le respondió ella. ¿Qué vamos a hacer con un hijo? Con las justas tengo para pagar mi cuarto. Hago sumas y restas para estirar el dinero que gano en el café. Tomo tres clases, no tengo descanso.
Él lo sabía y también lo que era comer cualquier baratija para salir del paso, comprar ropa usada en la tienda de segunda, o amoblar la casa con lo que otros abandonaban en alguna esquina. Pero soñó esa noche y las siguientes con la idea de mudarse juntos. Alquilar un estudio mínimo en la Roscoe Boulevard. O en la Topanga Canyon, para llevarlo a jugar al parque Lanark por las tardes. Cerca de sus papás. ¿Acaso no habían vivido él y sus hermanos en un solo dormitorio cuando recién llegaron a Los Ángeles? Si habían podido sus padres, lavando platos y limpiando casas, ¿cómo no podrían ellos con mejores posibilidades?
Juntos podemos hacerla, insistió por teléfono, explicándole a la gringuita que podría conseguirse otro trabajo por las tardes. Dar clases particulares de español, trabajar como bestia los veranos, hasta que ambos acabaran la carrera en Northridge. Pero no hubo modo de convencerla. Sarah le recordó que sólo llevaban seis meses saliendo juntos. La habían aceptado en un programa de intercambio en Buenos Aires y lo menos que quería era ser madre.
Cuando volvió a verla al cabo de unos días ya no era la misma. No tenía tiempo para verlo. Estaba ocupada con las clases, el trabajo, los papeleos del viaje.
—¿Y el embarazo? —preguntó como un verdadero náufrago. No le dio mayores explicaciones y se fue para siempre.
Por años pensó en ese niño que hubiera podido tener. Con los ojos verdes de Sarah y moreno como él. De pelo crespo y risa contagiosa. Travieso. Bonachón. Sufría imaginándola de camino a la clínica universitaria, bajándose a toda prisa de su bicicleta. Pidiendo un aborto, firmando autorizaciones de emergencia.
Sufría por no saberlo. Por quererlo con la misma nostalgia que sentía por el hijo que hubiera podido tener años después, cuando vivía en San Francisco. Con Laura, la españolita de un metro cincuenta con la que soñó una larga vida, hasta la mañana en que se fue a buscar una pastilla abortiva, días antes de volver a la península.
Sergio le hacía ver que los hijos son una joda. Te quitan hasta las ganas de coger, chingada madre. Y berrean a todas horas. No halla uno cómo aplacarlos. Pero él seguía añorando a los hijos que nunca llegaron. Sobre todo en invierno, cuando salía a pasear por el puerto y extrañaba de golpe la garúa de su niñez. La llovizna que empapaba su mundo de camino al colegio. Y el cielo encapotado, sombrío y severo como el uniforme plomo de todos los años.
El cuarto donde lo llevan es una cámara mortuoria de luces blancas y aire gélido. Hay un sillón de plástico celeste al lado de la ventana, una camilla vacía en el centro, una mesa con sábanas dobladas. No sabe si lo escucha, pero le habla con la misma ternura de hace sólo unas horas, cuando seguía en el vientre de su madre. Prométeme que vas a ser bueno, le suplica, y no hagas travesuras en el cielo. Duerme tranquilo, hijo. No tengas miedo.
Qué irreal tener que despedirlo tan pronto. Sin poder llevarlo al colegio con esa mochila azul que había visto en la espalda de otro niño hacía cuatro o cinco días al salir del metro. Qué triste no verlo a su lado, corriendo en la arena con sus patitas descalzas, dando sus primeros paseos en bicicleta. Con Marena gritando a todo pulmón que tenga cuidado y él pidiéndole que se tranquilice, diciéndole orgulloso que el niño ya domina su cleta.
—Nunca antes he tenido ganas de ser madre. Pero contigo sí me atrevo —le confesó Marena a los pocos días de irse a vivir juntos al departamento que habían encontrado en Astoria, un barrio griego en la parte oeste de Queens.
—Tú sí que eres arriesgada —le contestó él, abrazándola por detrás, poniendo su cabeza al lado de la suya. Todavía no hemos terminado de poner los cuadros en las paredes y ya me quieres enchamacar.
Se rieron hasta las lágrimas, acordándose de que Sergio había utilizado esa expresión para contarles, en buen mexicano, que su novia estaba de encargo y él debía responder por el chamaco.
—Te mueres por ser padre, cholito. No te hagas el difícil. Lo sé desde el día que nos presentaron en la fiesta del Chato y te voy a dar ese gusto, aunque nunca haya cambiado un pañal ni tenga arranques maternales cuando hago mis entrevistas por la calle.
Era cierto. Amaba su trabajo de periodista. Niños los que tenía su hermano. Para que los abuelos los sacaran a dar una vuelta el fin de semana. Lindos y amorosos, pero jamás una necesidad para ella. Not on my radar, les decía a las amigas que a veces sacaban el tema, burlándose de esa expresión americana, sin pensar que algún día querría tener uno propio.
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