Los fantasmas también lloran: lectura de “Flor de un árbol raro” de Carolina A. Herrera

Pocas veces un libro logra mezclar la comedia, el drama, el duelo, la enfermedad mental, el sarcasmo, lo detectivesco y lo fantástico con la soltura con la que lo hace Flor de un árbol raro. Carolina A. Herrera nos entrega una novela que se atreve a todo: empieza con un obituario y termina con una escena teatral, y en el camino nos arrastra, con la muerte como guía, por una serie de fragmentos narrativos en los que el humor y el espanto conviven como viejos amantes.

Narrada desde múltiples voces —la de un joven llamado Víctor, la de la escritora muerta Adela Monroy, la de su hermana Matilde, y hasta la de la directora de una funeraria— esta novela no se deja atrapar fácilmente en un solo género. Y, sin embargo, todo se sostiene con un pulso narrativo claro: la necesidad de hacer memoria, aunque duela; de enfrentar la verdad, aunque queme.

Una familia rodeada de muertos

La historia arranca con la noticia del atropello de Adela Monroy, escritora de novelas romántico-policíacas, y lo que parece ser una tragedia aislada, rápidamente se transforma en un rompecabezas familiar lleno de heridas no cicatrizadas, secretos escondidos en ataúdes, y resentimientos de larga data. Su sobrino Víctor, nieto de un psiquiatra, hijo (¿hijo?) de un hombre con Alzheimer y de una mujer aferrada a la cordura, se convierte en el hilo conductor de una exploración íntima sobre el amor, la pérdida, y la fragilidad de la memoria.

Los personajes que habitan estas páginas son intensos, contradictorios, rotos. Cada uno carga su propio fantasma, y algunos incluso los ven: la locura no es un tabú aquí, sino una herencia, una sombra que se cuela por debajo de las puertas y se instala en los pasillos de la casa familiar en Mazamitla.

Y también está el humor, muchas veces como una forma de defensa. Como dice uno de los personajes: “A los ricos no les gusta sudar ni tiesos”.

Entre el kitsch y lo sublime

Herrera usa el kitsch —el reguetón, los fantasmas que se aparecen entre las bugambilias, los nombres cursis de los personajes imaginarios como “Kiki” o “Unodostrés”— para hablar de cosas profundas sin solemnidad. En esta novela hay un invernadero donde florecen las almas, una flor venenosa con nombre en latín (Pseudobombax Ellipticum) y un pueblo donde hasta tirarse un pedo es noticia.

Y sí: también hay una investigación policial. Porque detrás del accidente de Adela hay algo más. Hay celos, hay venganza, hay una botella con gotero azul. El detective Rendón, uno de los personajes más entrañables, camina lento y observa más de lo que dice. Cuando por fin se abren todas las capas del misterio, no sentimos alivio, sino un golpe seco de verdad emocional.

Un libro que se niega a morir

En Flor de un árbol raro, los muertos hablan, los vivos no siempre escuchan, y los lectores, afortunadamente, estamos invitados a esa fiesta lúgubre pero luminosa. Hay escenas que se quedan flotando, como la del invernadero bajo la tormenta, o esa última viñeta teatral donde Celia, la villana más humana que he leído en años, le pinta los labios a su enemiga muerta con devoción casi religiosa.

Herrera ha escrito una novela desbordante, imperfecta a propósito, híbrida, que salta de tono como si cambiara de emisora, pero que nunca deja de latir.

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