“Me gusta la idea del caracol, que lleva consigo su casa.”
Claudia Salazar Jiménez no escribe sobre la migración como quien documenta un fenómeno, sino como quien lleva en la piel la marca persistente del tránsito. En Migrar y otras artes. Escritos fuera de lugar, la autora peruana nos ofrece una bitácora íntima, fragmentaria y luminosa, escrita desde los bordes: de países, de géneros literarios, de identidades que no encajan del todo.
Este no es un libro de memorias. Tampoco es exactamente un diario, ni un ensayo, ni una crónica. Es, más bien, un costurero: retazos de experiencias que se entrelazan sin orden cronológico pero con una lógica interna profundamente emocional. En sus páginas, migrar no es una línea recta ni un éxodo heroico. Es la acumulación silenciosa de detalles: el tamaño inesperado de los lavaderos en Nueva York, la mirada ajena que te ubica “fuera de lugar”, el modo en que el idioma —el propio y el adoptado— se vuelve una zona sísmica.
La extranjería como punto de partida
Salazar no parte de la nostalgia ni de la pérdida, sino de la observación. Se pregunta, por ejemplo, por qué Lima no se extraña del todo, o por qué el lomo saltado nunca sabe igual si no hay ají amarillo auténtico. Son pequeñas preguntas que esconden temblores más profundos: ¿Dónde termina un cuerpo cuando su lugar ya no lo reconoce? ¿Qué significa “regresar” cuando el regreso no restituye?
En este sentido, el libro tiene algo de filosofía doméstica: piensa lo migrante desde el cansancio, desde las filas del consulado, desde la convivencia con roommates, desde el asombro de tener calefacción en los pies por primera vez. No hay épica aquí. Hay, en cambio, una honestidad punzante, y también algo de humor. Porque migrar, como dice la autora, es un “arte menor”, pero un arte al fin.
Escrituras que hacen hogar
Uno de los ejes más hermosos del libro es la escritura misma como acto migrante. Salazar escribe como quien busca —más que respuestas— una forma de sostenerse. Y escribe desde los márgenes: no solo geográficos, sino también lingüísticos y afectivos. Se mueve entre géneros como quien atraviesa vecindarios desconocidos, con cautela, con deseo, con la intuición de que allí puede haber un refugio.
Hay textos breves que se leen como postales desde un exilio suave, otros que rozan la poesía sin proponérselo. Y hay preguntas que se quedan flotando, sin cerrar: ¿cuántos nombres puede tener un hogar?, ¿cómo se aprende a pertenecer sin dejar de moverse?
Migrar y otras artes no busca convencer a nadie de la importancia de la experiencia migrante. Lo que hace es mucho más difícil: la comparte sin solemnidad, con calidez, con una sensibilidad que no pontifica, pero sí conmueve. Al terminar el libro, una se queda pensando si acaso todas nosotras —migrantes o no— vivimos también fuera de lugar. Y si la escritura, como el caparazón del caracol, puede ser ese objeto mínimo que llevamos a cuestas para no extraviarnos del todo.