Campus de Antonio Díaz Oliva (Chatos Inhumanos, 2022) es un retrato feroz y alucinante del ecosistema académico estadounidense, con sus rituales, sus jerarquías absurdas y sus fantasmas que nunca dejan de rondar.
Una entrada al abismo universitario
La novela comienza con un cadáver en el establo de Pepsodent University: Javier La Rabia, un profesor de teoría literaria que ha decidido morir como vivió, entre caballos y drogas, en un gesto casi teatral . Desde ahí, Díaz Oliva nos conduce a un territorio híbrido, a medio camino entre la sátira académica y la novela negra, donde lo importante no es tanto resolver un misterio, sino exponernos al ridículo y la violencia emocional de la vida universitaria.
El protagonista, Salvador Allende (sí, ese es su nombre académico), es invitado a reemplazar a su antiguo maestro muerto. Con esa premisa, el autor abre un juego de espejos en el que se confunden la historia personal, la impostura intelectual y el eterno teatro de la academia.
El teatro de los doctores
En Campus, cada personaje parece una caricatura extrema y, al mismo tiempo, inquietantemente real. Desde las hermanas Picota, obsesionadas con García Márquez, hasta Jerónimo Copi, el argentino especialista en “ecocrítica y distopías”, pasando por la poderosa Bárbara Montejo y su esposo millonario, Toño. La universidad aparece como un zoológico donde las áreas de investigación son tan delirantes que bordean la autoparodia: “Caribe Flemático”, “Castrochavismomadurismo”, “Porno-dictaduras” .
Pero detrás de la risa, el lector percibe algo más oscuro: la precariedad laboral, la dependencia emocional hacia los mentores, las estrategias de supervivencia para no naufragar en un sistema que exige espectáculo tanto como erudición.
Una novela de fantasmas
El campus está lleno de presencias que no terminan de desaparecer. Los caballos muertos de La Rabia, las siluetas que se insinúan entre estatuas religiosas, los académicos suicidas que circulan como leyenda. Incluso los protagonistas cargan sus propios espectros: Salvador Allende arrastra la sombra de su padre desaparecido en dictadura, convertido en marca académica y mercancía simbólica .
Más que una sátira, la novela es una exploración del duelo y de la impostura. El duelo por quienes ya no están, pero también por aquello que la academia promete y nunca cumple: estabilidad, reconocimiento, sentido.
Una lectura que incomoda
Campus no se lee como una novela “realista” en el sentido tradicional. Es fragmentaria, excesiva, llena de guiños pop, de nombres propios lanzados con ironía (Unamuno, Derrida, Marcuse, Shakira, House of Cards). Esa mezcla produce un efecto inquietante: uno se ríe, pero a la vez siente que algo se está pudriendo bajo la superficie.
Díaz Oliva logra que la academia norteamericana se parezca a un escenario gótico donde la precariedad laboral se cruza con la farsa, y donde los profesores, en vez de custodios del saber, parecen actores atrapados en una tragicomedia interminable.
Para qué sirve esta novela
Campus sirve para recordarnos que detrás de cada paper, de cada syllabus cuidadosamente armado, hay vidas marcadas por la ambición, la frustración y la soledad. Que el conocimiento no está nunca libre de poder, de jerarquías, de espectros personales. Y que la universidad —ese “oasis progres” que Salvador cree habitar — puede convertirse en un infierno de apariencias y ruinas.
No es solo una sátira divertida: es también una elegía por quienes entregaron su vida a un sistema que los trituró. En ese sentido, Campus dialoga con la cita de Virginia Woolf que encabeza uno de sus capítulos: “¿Acaso no ha quedado demostrado que la mejor educación del mundo no enseña a aborrecer la fuerza, sino a utilizarla?” .