Exilio en Bowery: delirios y heridas del exilio

En las primeras páginas de Exilio en Bowery de Israel Centeno, el lector se topa con una escena en un bar oscuro de Manhattan: tequila barato, humo espeso y un personaje llamado el negro Erwin que llega con noticias de un trabajo incierto. Es un arranque que condensa el tono de toda la novela: la mezcla de realismo sucio y delirio, el humor ácido y la desesperanza de unos hombres lanzados al exilio, entre la nostalgia y la sobrevivencia.

Un exilio que es más que un lugar

Centeno sitúa su historia en Nueva York, en el Bowery, barrio que alguna vez fue refugio de vagabundos y artistas. Pero este exilio no es solo geográfico. Es también cultural, político y emocional. Los protagonistas —Ricardo, Erwin, Charlie Sandoval (el “conejo”) y Tapia (el “viejo”)— son intelectuales y militantes desplazados, que tratan de reconstruirse en un país que los margina. Entre trabajos precarios, adicciones, conspiraciones imposibles y delirios de poder, se arma un fresco de lo que significa ser inmigrante con un pasado político a cuestas.

El exilio, nos dice Centeno, es un estado de ánimo. Una mezcla de orfandad, hambre y paranoia. Nueva York se convierte en un escenario hostil donde no hay cabida para sus sueños de cultura ni para sus viejas banderas ideológicas. El propio Erwin lo expresa con brutal franqueza:

“De nada sirve aquel discurso del sincretismo con el cual nos llenamos la boca. Nueva York es una tierra de razas fundamentalistas, en donde el venezolano nada tiene que buscar. Nadie media, nadie transa”.

Entre el noir, la parodia y el mito

La novela juega con registros muy diversos. Hay pasajes que recuerdan a una novela negra urbana, con bares sombríos, mafias latinas y tratos oscuros. Otros viran hacia la sátira política: personajes que antes fueron burócratas de la cultura ahora se disfrazan de Groucho Marx o se obsesionan con crear “la editorial” que lo salvará todo.

Pero también aparece lo mítico y lo fantástico: los personajes buscan tres objetos arcaicos —un soneto perdido, una estatuilla polinesia y una estrella de siete puntas— que supuestamente les devolverán el poder y la patria. El delirio se mezcla con la literatura venezolana, con el eco de Lovecraft, con el fantasma del Necronomicón, con Maelo “resucitado” en Puerto Rico. Todo en un tono entre lo grotesco y lo cómico, como si el exilio fuera también una larga alucinación.

Lenguaje sin concesiones

El lenguaje de Centeno es descarnado, lleno de coloquialismos, insultos, giros irónicos, referencias a drogas, sexo y miserias cotidianas. La narración no suaviza nada: muestra la crudeza del exilio sin maquillajes. A veces, incluso, incomoda. Pero esa incomodidad es parte del efecto: se trata de retratar un mundo roto, desesperado, sin romanticismos.

El eco que queda

Exilio en Bowery es un libro sobre perder y, a pesar de todo, seguir jugando la partida. El exilio aparece como un territorio sin redención, pero también como un espacio donde todavía se conspira, se sueña, se inventan mitologías absurdas para sostenerse en pie.

Centeno logra algo raro: hacer del desarraigo una comedia amarga. Una comedia que no se ríe de los exiliados, sino con ellos, en medio de su fracaso. Y esa risa, aunque amarga, es profundamente humana.

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