Escribir desde el desarraigo: una conversación con Keila Vall de la Ville

por Nata Napolitano @88natanapolitana

El título de su libro evoca tanto la literatura de Murakami como el cine de Tom Tykwer. ¿Cómo surgió la idea de esta intersección entre ambos referentes y qué representan en su obra?

El título del libro nace de una de sus crónicas, que escribí luego de leer De qué hablo cuando hablo de correr, de Murakami. Un libro que, a pesar de su tono y tema en apariencia ligeros, se me hizo tedioso. Cuando corro me gusta hacerlo en parques o montañas, necesito el paisaje sinuoso. Correr en plano o carreteras baldías me resulta interminable. Y pienso que este libro está emparentado con la geografía que lo dispara: las planicies de Hawaii. Aunque no leo por obligación (ni corro por obligación), tampoco suelo abandonar los libros a su suerte (o dejo de correr por tedio), de manera que con el libro en mano me propuse buscar una clave: una zanahoria a seguir. Y la encontré. Murakami menciona el sufrimiento como experiencia opcional, evitable, y dice aproximarse a la carrera como forma de purificación –atajo por este caminito a la derecha: ambos asuntos me llevaron a mi propia práctica no aeróbica sino de yoga, y a una conexión con el autor, sus motivos para correr, y los míos.

¿Qué tiene que ver Lola en todo esto? La lectura me llevó a mi propia aproximación al correr, con toda seguridad menos disciplinada y más punkrock que la del nobel japonés. A estas alturas no sé que es correr para Murakami pero sí sé que correr para mí es domar mi cansancio, elegir no sufrir, purificar la mente y el cuerpo a fuerza de meditación determinada, e inaugurar cada vez una historia sinuosa. Mi determinación saltarina se parece más a la de Franka Potente, que en el film invade las calles de Berlín determinada a salvar su enamorado involucrado en negocios mafiosos que cronometran los minutos de vida. Son varias las versiones de esta carrera en la que libre determinación y destino van jugando a pulso. Son varios los what if. Lola logra su cometido en alguna de las rutas y en otras no. Y yo prefiero correr así, defectuosamente, y ser mi propia zanahoria. Y claro, escribir así. Lola no es maratonista. Con todo, me gusta pensar que en un maratón no nos iría tan mal, o mejor dicho, a quién voy a engañar, tomaríamos otra ruta, terminaríamos corriendo con un house intenso en los audífonos, o trotando a gusto y contándonos historias hasta llegar a alguna mesa donde contarnos más. Qué pena con Murakami, pero me gusta pensar que en una carrera con Lola, el laureado japonés se quedaría atrás.

El libro está compuesto por crónicas que exploran diversas experiencias urbanas y personales. ¿Cómo seleccionó los momentos o temas que quería abordar en cada una?

Los temas y los momentos suelen presentarse. Si sales a la calle con curiosidad, cosas asombrosas ocurren. El metro puede ser una fuente de relatos. Un café, un restaurante, un bar en esta o cualquier otra ciudad puede ofrecer oportunidades múltiples para inventar, observar y contar historias. Quizás suene contradictorio pero soy más bien introvertida y sin embargo disfruto y fomento ocasiones para conectar con personas desconocidas. Me gustan mucho los lugares públicos, en estos lugares anónimos muchas veces me distraigo a consecuencia de algún movimiento o comentario o situación fuera de lo común, o que yo interpreto como fuera de lo común (cuánto de lo que imagino es real será siempre un misterio), y por allí surge una historia. A veces esas distracciones me llevan a entablar una rica y fugaz amistad con la persona sentada tres banquitos más allá. También camino la ciudad mirando el piso tanto como vitrinas y anuncios publicitarios y el cielo, esto me acerca a mi profesor Antonio Muñoz Molina y en particular a su andar solitario entre la gente. Me distraigo con los peatones y con las dinámicas de cualquier ciudad. O de cualquier montaña. Por esto no tengo auto y o bien camino o uso transporte público. Por esto corro o camino y no voy en bici. Me gusta el ritmo lento. Las pisadas acompasadas al andar también solitario del otro.

Hay una reflexión recurrente sobre el desplazamiento, la extranjería y la identidad en su obra. ¿Cómo ha influido su experiencia personal en estos temas y qué papel juega Nueva York en su narrativa?

Mis dos familias paternas llegaron a Venezuela integrando masivas diásporas, unos refugiados de la Guerra Civil en París huyeron en 1947, antes de la Segunda Guerra. Los otros salieron de Polonia antes del Holocausto y llegaron a Venezuela dejando fallecidos en el periplo. Esta es mi herencia con todo y sus vacíos memoriosos. Hay muchas cosas que no sé y no sabré nunca de mis abuelitos, por ejemplo. Tengo familia chilena refugiada en Venezuela durante la dictadura de Pinochet. Hoy en día mis primos viven en Concepción. Tengo una sobrina italiana porque otra prima se mudó a Milán y allá vive desde hace décadas. Todos mis tíos viven en el exterior. Durante mi infancia viví tres años en Italia, y siempre he sido viajera. Como antropóloga, para investigar mis temas de estudio; como escaladora, buscando montañas y paredes rocosas; como yogini, siguiendo la pista a maestros que me marcaron por siempre. En un giro inesperado, hoy día soy inmigrante. Toda mi familia materna y paterna se fue de Venezuela. Tengo un país vacío de las historias que me hicieron quien soy. Suena aterrador, pero así vivo.

Es así que Nueva York juega un papel enorme. Llegué acá en 2011 con el objetivo de estudiar una maestría en Escritura Creativa en NYU que tomaría dos años, y pensando que este tiempo ofrecería una tregua a la crisis de mi país. A este programa le siguió otro en Columbia University en Estudios Hispánicos. Con el tiempo, me arraigué con mi familia acá. Son cosas que no planeas, van pasando. En tanto, el contacto con nuevos autores, las clases de literatura y los talleres de escritura, la exposición a nuevos espacios, definieron mi carrera. La ciudad de Nueva York me marcó, soy su serigrafía. Solo mi primer libro de cuentos, Ana no duerme (Monte Ávila Editores), fue escrito en Venezuela. Los siguientes dos, la novela Los días animales (OT Editores) y el libro de poemas Viaje legado (Bid&Co), los terminé de escribir acá. Desde entonces mis libros han sido publicados en los Estados Unidos y España. Acá, mis dos libros de cuentos, Ana no duerme y otros cuentos y Enero es el mes más largo (Sudaquia Editores), The Animal Days (Katakana Editores, traducción de Robin Myers) y las crónicas de El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami (Suburbano Editores) y pronto la novela Minerva también en traducción de Robin Myers (Regal Publishing House). En España, Minerva (Editorial Pre-Textos), y el libro de poemas Perseo en Si bemol (Valparaíso Editores).  Mis personajes están desplazados siempre. Son de muchos lugares, se conocen fugazmente, se enamoran con otros periféricos como ellos y hablan español venezolano, mexicano, colombiano, peninsular, inglés, spanglish, catalán y medio warekena. Se enamoran en el subway justo antes de subir a un avión para buscar petroglifos en el Amazonas, se desnudan en estudios de arte de Soho antes de bailar en teatros de la ciudad, escalan en Katmandú. Los protagonistas de la novela que escribo ahora viven en un lugar que no existe, un paisaje extraño en un futuro posible que es más bien aterrador y del que buscan salvarse por amor al otro. Mis personajes siempre están buscando algo, o a alguien, retan el orden preestablecido y se preguntan por su propia identidad. Las historias, su desarraigo y su ritmo son inseparables de mi vida neoyorquina. Desconozco qué escribiría de no haberme mudado acá. Pero seguro sería distinto a lo que hay.

El concepto de «sufrimiento opcional» aparece en la primera crónica como un cuestionamiento filosófico y literario. ¿Cómo dialoga esta idea con el resto de las crónicas y con su propia visión sobre la resistencia y la adaptación?

Esa expresión viene del Sutra Sallatha, texto sagrado en el que Buddha afirma que ante el evento desafortunado, la persona sin instrucción espiritual sufre dos veces. Tal como si le hirieran con una flecha, dice el texto, y enseguida le dispararan otra. La primera herida es la realidad innegable del sufrimiento: el evento y sus consecuencias. La segunda, la proliferación mental sobre la realidad del sufrimiento. La persona instruida, en cambio, se separa de la circunstancia: solo una flecha la atraviesa, la del dolor inicial. No hay dolor sobre el dolor. No hay ruminación sobre las circunstancias oscuras de la vida. Haber dejado mi país y pronto descubrir que volver sería difícil y luego sentir que imposible, me causó dolor. Pero pronto entendí que rumiar el hecho en nada ayudaría, que no hay necesidad de sufrir por ello. El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional. No elegí esta enseñanza a conciencia. Leer esta frase huérfana, sin referencia bibliográfica, en una página cualquiera de un libro de Murakami, me inquietó. La busqué empecinada y di con su origen y su sentido. Por suerte fui curiosa e investigué. La hallo relacionada con el concepto Santosha, de los Yoga Sutras, que quiere decir algo así como satisfacción o contentamiento ante la realidad. Es algo así como aceptación. Ojo: no estoy diciendo que hay que aceptar toda circunstancia. Pienso que hay que saber, y no siempre es fácil, qué admitir y qué pelear. Yo acepto ser inmigrante. De hecho, ya no me imagino “no-inmigrante”. Y menos mal, porque sé que ese camino no lo puedo trazar de vuelta. Eso sí, después de mucho tiempo el año pasado estuve en Venezuela y fue muy lindo. Espero volver pronto.

Ser inmigrante marcó mi espíritu y mi manera de ver y de estar en el mundo, yo no me siento de un lugar o de otro. Amo mi Nueva York mínima y seguramente la extrañaría si no viviera acá. Pero también soy feliz en un pueblito en Colorado en el que camino mucho y escucho el silencio. España está muy presente no solo por mi herencia sino por mi trabajo. Ser inmigrante es volver a nacer. Yo no miro hacia atrás. Eso sí: escribo sobre todo en mi idioma materno. Escribir en español es un acto de amor y un acto de político también. Trabajar en traducción es mi pasión y ver mi trabajo traducido, una necesidad y una aventura. Es la vida que me tocó vivir. Todo está relacionado.

Su escritura combina una mirada íntima y reflexiva con una exploración del espacio urbano y sus dinámicas sociales. ¿Cómo equilibra lo personal y lo colectivo en su narrativa y qué importancia le da a la ciudad como personaje en sus crónicas?

Pienso que los lugares son más que simples emplazamientos, que marcan a las personas; que la experiencia de y en el lugar define la perspectiva sobre el mundo. Así mismo las personas damos significado a los sitios, tanto social o culturalmente como de una manera íntima, privada. Nos aproximamos a la realidad a través de un filtro que dice más de nosotros mismos y nuestra historia que de la realidad en sí. Es así que un lugar significa (posee un significado y lo transmite, quiero decir) algo muy distinto para cada quien. Por esto la ciudad y yo somos inseparables. Aunque también he escrito sobre la existencia simple y salvaje en la naturaleza. Quizás: mi emplazamiento y mi desplazamiento y las interacciones humanas que ambos implican son inseparables de las crónicas que escribo. El paisaje por sí mismo no me dice mucho. No siento interés por las crónicas descriptivas del paisaje o del viaje. Me interesan las capas de sentido que solo lo humano y la interacción humana pueden dar. Me interesan las dinámicas sociales y el espejo que conforman para el otro: lo personal y lo colectivo para mí son inseparables. ¿No es el mundo, con sus conflictos y su ternura y su posibilidad, la mejor fuente de historias íntimas y colectivas?

¡Gracias, Keila

Hablar con Keila Vall de la Ville es recorrer una cartografía íntima donde cada ciudad, cada paso y cada palabra forma parte de un viaje más profundo: el de la construcción del yo en constante tránsito. Su escritura, que surge del encuentro entre la contemplación introspectiva y la observación aguda del mundo que la rodea, nos recuerda que la literatura puede ser un espacio para reconfigurar la identidad, resignificar el dolor y celebrar la extranjería no como exilio, sino como apertura.

Desde los andenes del subway neoyorquino hasta las paredes de roca en Katmandú, sus historias trazan un mapa emocional y físico de quienes, como ella, viven entre lenguas, culturas y geografías múltiples. En ese mapa, la escritura aparece no solo como memoria, sino como posibilidad. Y es ahí donde su voz se vuelve indispensable: porque nos invita a correr, a detenernos, a mirar, y sobre todo, a narrarnos con libertad y determinación.