Hay libros que están escritos desde un lugar donde ya no hay consuelo posible. El Monstruo Mundo, de Azucena Hernández, no es una historia sobre la desesperación: es la desesperación en forma de prosa. Una nouvelle que se abre como una herida y nunca cierra. Un texto que no busca explicar nada, mucho menos ofrecer salidas. Sólo sabe estar en el derrumbe.
La protagonista —sin nombre, sin épica, sin destino— nos arrastra en un monólogo fragmentado que bordea el diario íntimo, el delirio, la novela de aprendizaje y la confesión alucinada. Vive en una habitación minúscula, trabaja en una pizzería, consume drogas, lee compulsivamente, recuerda traumas, duerme mal. En todo, lo cotidiano se tiñe de un espesor turbio. No hay trama en el sentido clásico: hay voces, escenas rotas, pensamientos como latigazos. El estilo de Hernández no describe el abismo: es el abismo escribiendo.
Un descenso lírico sin poesía edulcorada
Desde el primer párrafo —“la vida es reducible a lo insignificante”— la narración establece su ritmo: rápido, áspero, entrecortado. El lenguaje se convierte en materia viva, algo que se deshace, que estorba, que apenas puede articular el mundo. La palabra escrita es, al mismo tiempo, salvación y condena: “El defecto de la palabra fue el mundo: seis días de labores extenuantes y uno de afasia”. A partir de ahí, la novela avanza como una mente que se descompone: ideas obsesivas, culpa, ironía, visiones.
Hay una lucidez corrosiva en cada pasaje. Como cuando escribe: “El mundo era tan justo, y en la gradación de las medidas de esa justicia, mejor o peor, menos o más, eran intercambiables”. El sufrimiento no es aquí melodrama, sino sistema. No hay historia de superación, ni gesto esperanzado. La protagonista no mejora, ni aprende, ni se cura. Sobrevive. A veces, ni eso.
Literatura en los márgenes
Aunque el texto es radicalmente literario, también es brutalmente político. La marginalidad atraviesa cada línea: pobreza, drogas, prostitución, locura, precariedad laboral, suicidio, misoginia, pederastia. Pero no desde la denuncia tradicional. Lo que hace Azucena Hernández es escribir desde ese lugar, desde adentro. Desde la mugre de los cuerpos. Desde el vómito de la madrugada. Desde el insomnio interminable. Es una escritura corporal, visceral e incómoda.
En esa línea, hay capítulos que son auténticos destellos de literatura de alto voltaje emocional. Pasajes que uno quisiera marcar, pero que también hacen temblar. Ejemplo: “Sólo los conscientemente infelices poseen una vocación en la vida”. O este: “Una vida de estulticia, una vida llena de oquedad. La llenaba con una placidez de novedad y alejamiento”.
Un monstruo sin nombre
El título, El Monstruo Mundo, no es una metáfora. Es una declaración. El monstruo no es un ente externo. No hay un enemigo, ni un culpable único. El monstruo es el lenguaje que no alcanza, la ciudad que asfixia, el cuerpo que se enferma, el deseo que se pudre. El monstruo es la conciencia de estar vivo sin saber para qué. “Yo también siento que voy a morir, pero eso no pasa siempre. Tampoco tiene mucha importancia: la muerte.”
Este libro no está hecho para gustar. Está hecho para estremecer. Es un ejercicio de escritura sin concesiones, sin maquillaje, sin moraleja. Una novela —una nouvelle— que se atreve a nombrar lo que suele silenciarse, y que se sumerge en la zona más sombría del alma humana sin pedir perdón por ello.
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