Con Andor, Raquel Abend Van Dalen compone una obra tan visceral como desconcertante, una novela que disloca las coordenadas tradicionales del más allá para ofrecernos una cartografía burocrática del tránsito entre la vida y la muerte. Esta es la historia de Edgar Enrique Crane, un joven venezolano que tras un intento de suicidio despierta en un limbo kafkiano —un espacio difuso llamado Andor—, donde deberá completar formularios, hacer filas y, sobre todo, decidir si desea volver a vivir.
La novela se sostiene sobre la poderosa tensión entre el absurdo administrativo y la angustia existencial. En un universo regido por normativas tan arbitrarias como invasivas, el protagonista transita estaciones de tren en ruinas, laberintos exuberantes y hoteles de lujo con ascensores claustrofóbicos, sin lograr escapar de sí mismo. Cada espacio que atraviesa se convierte en una extensión de su ansiedad, un espejo deformado de su propia psique.
Andor no es simplemente un purgatorio: es una crítica feroz al exceso de control, una burla al formalismo institucional que se infiltra incluso en la muerte. La autora construye una burocracia del alma que no se limita a sellar papeles, sino que exige al individuo desnudarse emocionalmente hasta el más mínimo detalle. En este juego entre lo ridículo y lo trágico, Abend Van Dalen no le da tregua al lector: nos invita a acompañar a Edgar en su proceso de degradación, autodescubrimiento y eventualmente, de redención (o algo que se le parezca).
Una de las mayores virtudes de la novela es su lenguaje. Abend Van Dalen logra un equilibrio difícil entre la crudeza del habla cotidiana y una prosa lírica, musical, con imágenes que desbordan sensibilidad. El humor negro está presente en cada página, a menudo velado por una melancolía que recorre el texto como un hilo invisible. Las escenas, por absurdas que sean —como cuando Edgar debe justificar en una planilla si fue mordido por un animal venenoso—, están impregnadas de una humanidad hiriente.
El elenco de personajes secundarios no es menos fascinante. Desde la misteriosa Donatella, figura ambigua entre el deseo y el consuelo, hasta el guía Takeshi, samurái zen que nunca dice más de lo necesario, todos parecen funcionar como arquetipos desplazados, fragmentos de un inconsciente colectivo en crisis. La interacción entre Edgar y estos personajes revela tanto de su pasado como de sus impulsos más contradictorios, despojándolo de cualquier heroísmo.
En términos estructurales, la novela es fluida pero no lineal: fragmentos de sueño, episodios delirantes y momentos de calma introspectiva se intercalan sin una jerarquía clara. Lo que podría parecer caótico se convierte en una experiencia lectora hipnótica, una suerte de «tour de force» emocional que exige entrega total.
Andor es una obra que dialoga con Kafka, Beckett, Murakami y hasta Dante, pero siempre desde una perspectiva profundamente latinoamericana y contemporánea. La experiencia migrante, el colapso social de Venezuela, el suicidio como síntoma generacional y la fragilidad masculina son algunos de los temas que se filtran bajo la superficie fantástica.