Hay libros que no se leen: se viven. Se atraviesan como una memoria prestada. Con el corazón apretado, a veces con ternura, otras con rabia o estupor. Eso pasa con Uno nunca sabe por qué grita la gente, de Mario Michelena. Un volumen que no se conforma con contar buenas historias, sino que nos empuja a mirar a través de las fisuras —familiares, políticas, afectivas— por donde se cuela la verdad humana.
Dividido en cuatro relatos de largo aliento, este libro es una constelación de escenas íntimas y conmocionantes. No hay pirotecnia, pero sí profundidad. No hay solemnidad, pero sí lucidez. Michelena escribe con un oído quirúrgico para el habla cotidiana y una sensibilidad que conmueve sin caer jamás en lo melodramático.
Las casas como escenas del crimen
El cuento que da inicio al libro, Día de la madre, es una clase magistral de tensión narrativa. Una madre, Sonia, deja a su hija Daniela en casa de una amiguita para un “sleepover”. Pero algo no cierra. Lo que debería ser una rutina sin importancia se convierte en una cadena de decisiones que se sienten cada vez más graves. La visita improvisada a la casa de Heather, la amiguita, nos arrastra a un retrato inquietante de clase, maternidad, y negligencia. “El problema fue que SÍ existía”, piensa Sonia cuando por fin conoce al padre de la niña —un hombre descompuesto, literal y simbólicamente. Ese encuentro, que comienza como comedia de incomodidades, termina volviéndose una especie de crónica del cuidado inesperado.
Pero Michelena no se queda en el episodio. El cuento avanza, y diez años después, esa anécdota que parecía cerrada retorna con fuerza cuando Sonia reconoce en las noticias el nombre de la ciudad natal de Heather, ahora escenario de una masacre escolar. Lo que parecía circunstancial se revela como trauma latente. El efecto es demoledor.
La herencia que duele
El colchón, el segundo cuento, cambia de voz y de tono pero no de intensidad. Un narrador adulto se prepara para dejar el país. En plena mudanza, se enfrenta al objeto más incómodo de su pasado: un viejo colchón, testigo de la prisión y tortura de su padre durante una dictadura. El colchón —literalmente manchado por la violencia estatal y también por los abusos domésticos— se convierte en símbolo visceral de una memoria que no se quiere pero tampoco se puede borrar.
Michelena logra algo inusual: hace política con literatura, sin hacer de su escritura un panfleto. Hay verdad, dolor, resentimiento, pero también compasión y hasta humor. El diálogo con el cartonero que termina llevándose el colchón —y la historia— es una joya de ritmo, empatía y sobriedad.
Sobrevivir es narrar
Los otros dos relatos, Uno nunca sabe por qué grita la gente y Peinados de antaño, también merecen su lugar en esta reseña, aunque por extensión solo puedo decir que están a la altura (y quizás incluso por encima) de los anteriores. En especial Peinados de antaño, que cierra el libro y narra con ternura y crudeza la historia de dos hermanas que migran a Estados Unidos. El cuento transcurre entre peluquerías, habitaciones compartidas y promesas rotas. Lo que podría ser otro relato de migración es, bajo la pluma de Michelena, un tratado emocional sobre la identidad, la vergüenza y la necesidad de reinvención.
Hay algo en la mirada de Michelena que recuerda a los grandes: la atención al detalle mínimo, el humor que irrumpe en medio del dolor, la ternura sin concesiones. Pero también hay una voz propia, limpia, precisa, honesta. Cada relato de este libro es una batalla contra el olvido. Cada personaje, una pequeña épica cotidiana.