Los acentos de la extranjería: una travesía del idioma y el deseo en El americano

Jeffrey Lawrence debuta en la narrativa con un libro insólito y cálido, que se presenta desde su primera página como una especie de manifiesto de extranjería emocional y lingüística. El americano, publicado por Chatos Inhumanos en 2024, no es una novela convencional ni una crónica de viajes al uso. Es, más bien, un recorrido confesional por los aprendizajes, tropiezos, amores y contradicciones de un joven estadounidense que decide contar su historia en español, y hacerlo desde ese lugar incómodo, movedizo y fértil que es el idioma aprendido, no heredado.

Un yo que se desplaza

El libro comienza con una pregunta tácita: ¿qué significa ser un “americano” fuera de Estados Unidos? Y más aún, ¿qué implica serlo cuando se intenta narrar desde el idioma de los otros? Lawrence elige escribir en un español que no le pertenece, pero que ha ido ganando a fuerza de errores, incomodidades y afectos. Esta tensión recorre todo el texto y le da una vitalidad poco común: no es el español de un nativo, ni el español académico, ni tampoco el castizo neutralizado. Es un español salpicado de dudas, de observaciones sobre el acento, de modismos mal empleados y reconfigurados por la experiencia del cuerpo, del amor, del ridículo.

Este movimiento, más que un gesto formal, es el núcleo íntimo del libro. Cada palabra, cada matiz que intenta aprender o imitar, se convierte en una búsqueda de pertenencia y, al mismo tiempo, en una declaración de resistencia. “Este libro, a diferencia de los otros, es intraducible”, escribe el autor. Y tiene razón: más que un texto sobre Latinoamérica, es un texto dentro de Latinoamérica, asumiendo el desarraigo como punto de partida, no como obstáculo.

México, Argentina, Uruguay: mapas del deseo

Dividido en tres secciones principales —México, Río de la Plata y un cierre que se desliza hacia la ficción— El americano traza una suerte de cartografía sentimental y lingüística del Cono Sur y de los afectos que allí florecen o se marchitan. En México, el joven Jeff (alter ego del autor) se enamora de Verónica y vive una iniciación erótica, emocional y cultural donde el lenguaje es a la vez puente y tropiezo. Hay escenas memorables: la cena con tacos, la visita al museo de Diego Rivera, el drama de los celos traducido torpemente en una discusión, las canciones de Shakira en clase de español. El relato combina ironía y ternura sin cinismo, y logra algo muy difícil: hacer reír desde la vulnerabilidad.

En Buenos Aires, en cambio, la extranjería se vuelve más áspera. El protagonista se enfrenta a la hostilidad urbana, a los paros universitarios, al peso de la historia reciente. Pero también conoce a Sarah, otra extranjera fascinada por Emily Dickinson, y luego se exilia voluntariamente a Montevideo, donde encuentra cierta calma. Uruguay aparece como el lugar donde, finalmente, logra integrar la extranjería en una vida cotidiana compartida. La relación con Maribel, joven socióloga uruguaya, se presenta como un contrapunto más maduro —aunque no menos frágil— a su historia mexicana.

Entre el ensayo y la autoficción

Lawrence logra una prosa que camina con soltura entre la crónica íntima, el ensayo cultural y la autoficción. El humor autocrítico es uno de sus grandes aciertos: nunca se presenta como víctima ni como héroe del encuentro intercultural. Al contrario, se exhibe ridículo, ingenuo, obsesionado con pronunciar bien las dobles eles o distinguir entre «preguntas» y «cuestiones». Esta autoironía no anula la emoción. Al contrario: permite que aparezca sin solemnidad, como una punzada suave que se repite y se acumula. La nostalgia por lo que no pudo ser —por Verónica, por la lengua que no termina de dominar, por los países que se quedan como cicatrices— se insinúa siempre desde la lucidez.

Una carta de amor al español (y sus tropiezos)

El americano no es sólo un libro sobre un joven gringo en América Latina. Es, en el fondo, una carta de amor al idioma español, escrita con todas las imperfecciones y aristas que un amor verdadero implica. Como si al hablar mal, al confundirse, al desentonar, se revelara una forma más honesta —y profundamente política— de estar en el mundo. Lawrence no busca la pureza ni la integración total: acepta su descolocamiento y lo convierte en forma. En ese sentido, este libro recuerda a autores como Junot Díaz, aunque con una calidez menos cínica, más literaria.

En un panorama saturado de narrativas estadounidenses sobre “lo latino”, El americano destaca por su humildad. No pretende enseñar nada, no pontifica, no se autocelebra. Relata. Observa. Tropieza. Y sigue. Como un extranjero que, sin pedir permiso, pide espacio para quedarse un rato en la literatura en español.

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