Perro de ojos negros

 

A veces, el dolor no se presenta como un grito, sino como un susurro persistente. Una niebla que se instala entre el cuerpo y el mundo. Eso es lo que narra Perro de ojos negros, la breve y potente novela de María José Caro. Desde su primera página, esta obra se cuela como una corriente subterránea, casi invisible pero implacable, en la vida de una joven limeña que viaja a Madrid buscando aire, y encuentra sombra.

Madrid, el espejo de un desarraigo

Macarena, la protagonista, aterriza en Madrid para cursar una maestría en escritura creativa. Lo que a simple vista parece un paso hacia la adultez se revela pronto como una huida. Lo que escapa —lo que intenta dejar atrás— no es un lugar ni una persona, sino una sensación persistente de vacío. Madrid no la salva, pero le ofrece un nuevo marco para observar su caída con más nitidez. Es también el escenario donde la protagonista se topa de frente con el “perro de ojos negros”, esa figura simbólica con la que nombra su depresión.

La escritura se convierte en refugio y también en laberinto. Macarena intenta escribir una novela que comparte título con la que el lector tiene en sus manos. Así, Caro traza un juego de espejos que nos recuerda que toda narración es también una forma de enfrentarse, o de evitar, lo más hondo.

Un lenguaje sin artificios para lo invisible

Lo que sorprende en Perro de ojos negros no es tanto su historia —una joven en el extranjero lidiando con su salud mental y su vocación—, sino la manera en que está contada. Caro escribe con una sobriedad lúcida, sin cargar las tintas, sin dramatizar lo que ya de por sí pesa. No hay grandes gestos ni conclusiones tajantes. Todo avanza en un tono contenido, íntimo, con frases que a veces suenan como pensamientos apenas formulados.

El “perro” aparece como figura recurrente, como esa presencia que no se ve pero se siente siempre cerca. Es una metáfora poderosa, sencilla pero certera.

Un retrato generacional, desde la herida

Macarena no está sola. Pertenece a la generación de una clase media limeña que carga con mandatos contradictorios: ser libre pero exitosa, sensible pero fuerte, espontánea pero productiva. Su crisis no es solo individual, sino eco de una época. En ese sentido, Perro de ojos negros no solo habla de salud mental, sino también de precariedad emocional, de expectativas frustradas, de vínculos que se erosionan.

A diferencia de muchas narrativas sobre depresión que insisten en la oscuridad, esta novela apuesta por una luz tenue, pero firme. No hay catarsis ni redención completa. Solo una voz que aprende a nombrar su sombra. Y eso ya es mucho.

No todo está dicho

Perro de ojos negros es una novela que se lee rápido, pero permanece largo tiempo. María José Caro ha escrito una historia donde lo invisible adquiere forma, donde el malestar no necesita explicación sino presencia.

Y cuando Macarena regresa a Lima, lo hace con una mezcla de cansancio y resignación, como quien vuelve a casa sabiendo que no encontrará respuestas, pero al menos podrá dejar de fingir. El regreso no representa un alivio, sino un ajuste. La ciudad que había dejado atrás la recibe sin euforia, con la familiaridad de lo inevitable. Allí están su madre, su hermana, los silencios compartidos, las rutinas que no cambian. Pero también algo empieza a asentarse.

El perro, que había crecido en la extranjería, ahora se acomoda a sus pies. Ya no la empuja, ya no la arrastra. Ella lo reconoce, lo nombra, lo observa sin miedo. En ese reconocimiento, sin promesas de cura, se abre un nuevo tipo de tregua. Quizás no se trata de escapar, sino de aprender a habitar lo que duele.

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