Una escritora latinoamericana acepta una misión: viajar a Arizona y escribir un reportaje sobre coyotes para una revista llamada Mother Fucker. No se trata de animales, sino de traficantes de personas. El encargo parece claro, casi periodístico, pero desde el primer párrafo sabemos que lo que se va a narrar no es un reportaje. Es una confesión, un colapso, una fuga.
Instalada en Pequeña Roca, una ciudad fronteriza, la protagonista espera instrucciones de una figura extraña llamada Ariadna Nemsis. Los correos llegan con fechas imposibles —año 900, año 3021— y desde lugares que no existen. El trabajo periodístico no avanza. En cambio, empieza a desplegarse otra cosa: la historia de una mujer que está abandonando lentamente todo lo que la definía. La literatura, la maternidad, el cuerpo, la cordura.
Durante cinco años, había escrito cuentos de ciencia ficción para Mother Fucker, relatos donde los personajes se clonaban, huían de planetas con fecha de caducidad, padecían mutaciones y crisis de identidad. Ahora esos cuentos le pesan. Sus criaturas la persiguen. Sueña con ellas. Siente que se le han metido bajo la piel. “Los mutantes habían empezado a asfixiarme, me reclamaban un amor que ya no podía darles porque se lo había dado todo”, escribe.
Lo que sigue es una especie de crónica rota. Hay entrevistas con muertos en sesiones espiritistas, encuentros sexuales con un agente de frontera, un bar donde canta una voz conocida que podría ser Ariadna. Hay miedo, paranoia, deseos postergados, y sobre todo un deterioro progresivo de la identidad. El proyecto sobre coyotes muta en la investigación de un mercado negro de órganos y una conspiración intergaláctica donde la identidad misma es objeto de tráfico. Todo es posible, incluso entrevistar a un espíritu o cambiar de sexo sin aviso. Pero en el fondo, la pregunta permanece: ¿quién soy cuando ya no puedo escribir, cuando ya no soy madre, cuando nadie me espera?
El vínculo con su hijo es uno de los hilos más conmovedores del libro. A través de llamadas telefónicas, se cuela la ternura, el desajuste, la culpa. Él le cuenta que soñó con “nada”. Ella le pregunta si sueña con monstruos, con gladiadores, con chicas. Él responde con una simpleza que desarma: “yo también te amo, mami”, justo antes de quedarse dormido. Ella, desde el otro lado del desierto, inventa cuentos para sostener la conexión. Uno de ellos, sobre una Máquina de Segundas Oportunidades, parece contener todo el deseo de reparar lo irreparable.
Rivero construye una narradora potente, rota, contradictoria, pero lúcida. El texto avanza como un archivo desesperado, donde lo íntimo y lo político se enredan. La desaparición de la página web de la revista, la entrega de pasaportes invisibles, el pasaje final a una dimensión incierta: todo apunta a una caída. Pero también a una forma de resistencia. Escribir, incluso en medio del delirio, sigue siendo la única manera de dejar testimonio.
Tukzon no es una novela de ciencia ficción, pero la ciencia ficción atraviesa su imaginario. Es un idioma, una fuga mental, un eco de los relatos que la protagonista ya no quiere escribir, pero que aún la habitan. En esos mundos, los cuerpos clonan, los virus se mezclan con el deseo, las orejas arrancadas se regeneran solas. “El semen y las neuronas se les habían mezclado”, recuerda, sobre sus criaturas pasadas, como si hablara también de sí misma.
Al final, lo que le queda es una máquina de escribir, una ciudad vacía, y la sospecha de que todos los destinatarios han desaparecido. El informe nunca será enviado. Solo queda escribirlo igual.