ElMiamiReview

Alicia, esto es Lima (y esto es el capitalismo)

Por David Diaz-Lee

En algún momento, nos dijeron que el futuro era una promesa: estudiar, trabajar, esforzarse, resistir. Y sin embargo, para tantos, el futuro solo se convirtió en una larga espera. Es 1996 en Lima. El caos late en los estómagos vacíos, en las calles oscuras, en los zapatos rotos que no alcanzan a cruzar la ciudad sin deshacerse.

En Alicia, esto es el capitalismo, Carlos Villacorta nos lanza a ese agujero donde la realidad se convierte en una mezcla de ternura brutal, humor de supervivencia y una nostalgia que sabe a pan viejo y salsa pizza. En esta Alicia no hay conejos apurados, sino jóvenes que cortan champiñones y cebollas con la precisión de una máquina suiza, mientras son vigilados por supervisores, clientes sorpresa y sueños cancelados.

El narrador no cuenta una historia, cuenta su hambre. Es la historia del que sobrevive no para alcanzar algo, sino para evitar caer del todo. Huye del hogar deshecho por la violencia del desempleo, del desamor y de ese papel con el rostro de los héroes que no alcanza para comprar ni dignidad. Encuentra refugio en una pizzería, en un trabajo que se devora las horas, los huesos, la esperanza. Pero incluso allí, en medio del horno a 454 grados Fahrenheit, entre cajas de cartón y pizzas con ingredientes reciclados de la basura, late una forma de humanidad que no se deja extinguir.

El lenguaje de Villacorta es poético. Sus escenas son postales del fracaso urbano: un aeropuerto convertido en dormitorio, techos llenos de humo y recuerdos, casas como cadáveres de una clase media que nunca lo fue. Y sin embargo, entre la bruma de Miraflores y la negrura de Santa Rosa, hay chispazos de ternura, como el cigarro compartido, una curita sobre un dedo cortado, una caminata con alguien que te llama por un nombre inventado.

Catalina (o Raquel) no es Alicia, pero podría serlo. También ella cruza el espejo cada vez que se pone el mandil, cada vez que la humillan con monedas tiradas o la hacen pagar por una copa rota. Es como el protagonista, el Tigrillo, una joven atrapada en un sistema que exige sumisión y sonrisas, pero que nunca devuelve nada a cambio.

“Esto es el capitalismo”, dice el narrador, y no es un eslogan, sino un diagnóstico. Es ese sistema que convierte el hambre en incentivo, la dignidad en mercancía, y la juventud en una máquina de producción barata. Es el sistema donde la revolución queda reducida a un combo de dos por uno y el único rescate posible es el de las pizzas que nadie se comió.

Lo más doloroso del texto no es la pobreza material —que está en todas partes— sino la normalización del abandono. El padre que huye, la madre que trabaja hasta romperse, los amigos que desaparecen como empleados despedidos. Lo que queda es la ciudad: una Lima que no escucha, no pregunta, no perdona. Pero también queda la voz que resiste, que escribe, que recuerda.

“Sístole y diástole, querida Alicia”, dice el narrador. Y en ese latido, entre el asco, la risa y la ternura, hay una verdad que sigue palpitando: aún entre ruinas, seguimos buscando un lugar donde descansar, aunque sea en una combi que parece un dinosaurio moribundo o en un puente sobre la Javier Prado donde soñamos que el futuro, alguna vez, fue nuestro.

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