ElMiamiReview

La vida papaya en Nueva York

Por Esteban Miranda

 

Las ciudades, cuando son la esfinge irresoluble, se tatúan en uno para jamás borrarse. Y uno, si se vuelve digno, no de descifrarlas, pues tal cosa es una quimera, sino de comprenderlas en su misterio, se puede tatuar en ellas. Entonces, es posible que fluir entre gigantes edificios, por calles atestadas de gente presurosa, signifique la epifanía de nuestros tiempos; la trascendencia terrenal que los ancestros intuían en medio de la indómita naturaleza, asentados en valles inconmensurables y resguardados en la profundidad de la selva, sospechando, tal vez, que algún día el residuo de sus visiones se apoderaría de sus hijos para escupirlos en metrópolis como Nueva York, la más sublime de todas.

La vida papaya en Nueva York, escrita por Ulises Gonzales (Lima, Perú) y publicada por Suburbano Ediciones (2024), es un vistazo a esa ciudad que todos creen conocer, pero que solo unos pocos, dispares y esparcidos, consiguen acariciar. El texto, que bien podría ser un diario atemporal o un fragmentario desquiciado, es el testimonio de un hombre subyugado por millones de toneladas de concreto puro, las cuales se han acomodado —uno diría que azarosamente— para formar el escenario donde se sucede, mediante grandes experiencias y pequeños gestos vitales, la trama de una existencia, de muchas y de cualquiera.

Nueva York se plantea, gracias a las letras de Ulises Gonzales, como una paradoja interminable. Dentro de su caótico transcurrir, que aísla a sus moradores a través de materiales invisibles, se apresura a juntarlos en un grato intento de autosabotaje propio de organismos hipercomplejos. Disparidad de individuos se agrupan en torno a la incomprensión para soportar la soledad de la concurrencia y van estrechando sus cotidianidades para hacerse parte de la vida de los otros; piezas fundamentales que le dan un poco más de sentido a esa eterna pregunta jamás respondida: ¿por qué vivir en Nueva York?

De esta forma nos volvemos roommate de una mujer proveniente de Madrid y estudiamos un doctorado con unos cuantos compatriotas. También le pagamos a un ruso para entrar a una habitación furtiva de la mano de una amante y recordamos amistades que huyeron después del 9-11. Cada contacto fortuito se convierte en un conjuro para desterrar a la soledad mientras se van acumulando en un libro prohibido propicio para salvarnos de nosotros mismos. No vemos a los otros como accesorios sino como espejos distorsionados, los cuales arrojan formas que consuelan y que por eso seguimos buscando, para no dejar de mirarnos en ellos, porque en el momento en que se desvíe la mirada estaremos en otro sitio. Un infierno helado, sin la esperanza de cobijo alguno.

¿No es acaso Nueva York una ciudad que solo se visita o que únicamente es la residencia de otros muy ajenos a uno? Sin darnos cuenta estamos caminando por la Quinta Avenida; haciendo periplos para llegar a un modesto pero necesario trabajo en el club de gol más antiguo de los Estados Unidos; viviendo en un diminuto cuarto de Brooklyn, y abriendo la puerta de nuestro despacho en el Lehman College.

La paradoja se extiende, pues todo parece surgir en un abrir y cerrar de ojos, como si una pesada niebla se posara entre nosotros y el ruidoso paisaje, para transportarnos hasta nuestra preciosa casa en Westchester, y a la vez somos conscientes de cada una de las cosas que han pasado, esas vivencias neoyorquinas, ineludibles a modo de peregrinaje; experiencias que regocijan y dolores indelebles. Escalones necesarios para culminar un recorrido al mejor estilo del sabio Cavafis, pues ¿para qué soñar con la llegada si el viaje es tan enriquecedor? Nos dejamos llevar, estamos en un trance donde el tiempo se detiene y solo existe la mirada que se posa en el infinito cúmulo de posibilidades que es Nueva York.

La Gran Manzana es, a simple vista, la tierra del futuro, donde solo se puede pensar en las oportunidades, en un tiempo que no ha llegado, en avanzar a toda costa. Sin embargo, se parece más al refugio del recuerdo, la casa de Proust. Respiramos el aire de Nueva York y nos lleva a otros sitios, ya vividos, como a un remoto distrito situado al sur de Perú o a la famosa playa Agua Dulce. Esa constante evocación del pasado junto a la inexorable vista hacia el lejano horizonte convierte a la ciudad en una gran máquina del tiempo. Gracias a su mecanismo nos trasportamos a días de antaño y logramos contemplarnos, ingenuos, perdidos, sin la más mínima noción de lo que llegaremos a ser. Esas memorias se tornan el combustible para sobrevivir al presente, y así coronar la cima del porvenir.

Sin darnos cuenta, La vida Papaya en Nueva York de Ulises Gonzales ha sido un viaje, no solo para su protagonista ni para su autor —acaso la misma persona— sino también para nosotros que en una especie de arenas movedizas fuimos adentrándonos en sus profundidades, la diferencia es que esta lectura no es una lucha, más bien una caída libre que no precisa de preocupaciones por el aterrizaje, pues sabemos que después de cada una de las escenas en Nueva York, donde fuimos un habitante más, aterrizaremos con más vida que nunca en nuestras propias moradas, reconociendo cada lugar como una proyección de esa gran ciudad que no se puede olvidar.

El Miami Review

El Miami Review

Loading Facebook Comments ...

You must fill in your Disqus "shortname" in the Comments Evolved plugin options.