Los que no sueñan el sueño americano

Desde la primera página, La ciudad de los hoteles vacíos incomoda y atrae. Gonzalo Baeza no pretende edulcorar la experiencia del migrante latinoamericano en Estados Unidos; por el contrario, la sumerge en barro, gasolina, perros bravos, trailers oxidados y moteles de paso. Este conjunto de relatos da cuenta del desarraigo desde un realismo seco, mordaz, de líneas cortadas como latigazos. Es un retrato de quienes no encuentran lugar ni en su país de origen ni en el país de acogida. Extranjeros eternos, condenados a dormir con un ojo abierto.

Geografía de la intemperie

Los cuentos del libro se sitúan en ciudades norteamericanas que rara vez figuran en la literatura migrante: Virginia Beach, Charleston, Shenandoah Valley, DeKalb, Rockford, Fairmont, Elkins o Solem. Territorios desplazados del imaginario turístico, paisajes donde la promesa americana ya se oxidó. La nieve cae sobre trailers desvencijados, los supermercados ofrecen descuentos que huelen a desesperación, los campos se llenan de pesticidas y de cuerpos agotados. Todo tiene la textura de lo precario.

Pero no se trata solo de locaciones. Estos cuentos están escritos desde adentro de esa precariedad. La mirada del narrador —muchas veces un alter ego que calla más de lo que dice— no exalta ni condena: observa, y eso basta para que el lector entienda que aquí nadie está a salvo, ni siquiera del olvido.

Vidas al margen

Los personajes de Baeza son sobrevivientes, no héroes. Trabajan en fábricas, en restaurantes, en tiendas de descuento, boxean en clubes oxidados, participan en peleas de perros o buscan salvar algo de dignidad en reuniones de Alcohólicos Anónimos. Carlos, Citgo, Bobby, Arthur, Manzur, Katherine… nombres comunes para destinos improbables. Uno de los cuentos más memorables, “El show”, retrata con crudeza y ternura la relación entre el narrador y un pitbull entrenado para matar. En “Viernes negro”, se narra la espera helada de migrantes frente a las puertas de un Best Buy en DeKalb, Illinois. En “Me dejó por Jesucristo”, el relato avanza entre el calor sofocante y la violencia contenida de un bar donde nadie parece saber qué hacer con su rabia.

Y sin embargo, hay algo que une a estos personajes: la sensación de estar en tránsito perpetuo. No pertenecen ni a donde llegaron ni a donde salieron. Viven en la frontera invisible entre la adaptación y la renuncia.

Contar con los huesos

El estilo de Baeza es otro de los aciertos del libro. Frases cortas, ritmo sostenido, silencios significativos. Como si cada oración tuviera que ganarse el derecho de estar ahí. La influencia de Raymond Carver —como señala Carlos Salem en la contratapa— es visible, pero no imitativa. Baeza ha leído a Carver y lo ha entendido, sí, pero lo ha llevado a sus propios paisajes, a su propio idioma, a su propio barro.

La ciudad de los hoteles vacíos es un libro necesario porque narra lo que rara vez se narra: la vida de los que habitan lo invisible del imperio. En los lugares más recónditos, donde hasta ahora casi no se ha asomado la literatura que se escribe en español en Estados Unidos.

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