Qué difícil es escribir sobre los que no tienen voz sin hacerles ruido encima. Raúl Dorantes lo consigue. Una tumba en Xicago no grita, pero sí late, y lo hace desde las tripas: las del migrante que sirve desayunos en un restaurante de tercera, las del pintor fracasado con boina y gabardina que arrastra el peso de una historia de amor, las de una mujer que se llama Tongo y que, cuando la llaman por su nombre, prefiere no responder.
La historia arranca con una escena mínima, casi banal: un día cualquiera en el dáiner Tito’s, con café sin crema, televisión encendida en Despierta América, y clientes que entran sin decir mucho. Pero a través de esos gestos, de esas conversaciones entrecortadas, Dorantes arma una arquitectura compleja, viva, de todo un barrio latino de Chicago, con sus lenguas mezcladas, su pasado deshilachado y sus sueños a medio construir. Xul, el pintor, y Yolanda, la Tongo, protagonizan un reencuentro tenso, cargado de silencios, de reproches en voz baja, de recuerdos que no terminan de envejecer. La novela observa ese reencuentro como si pusiera un micrófono oculto bajo la mesa: con respeto, con curiosidad, con cierta ternura.
Lo que sorprende es cómo todo —el conflicto amoroso, el deseo del narrador de escribir un reportaje, las anécdotas cotidianas del vecindario, incluso la crítica a la política migratoria— se narra sin solemnidad. Hay humor, hay calle, hay ritmo. El lenguaje de Dorantes no busca la belleza fácil; es un lenguaje poroso, lleno de frases en spanglish, de voces que no encajan del todo en ningún lado.
“Se lo dije, sir, ya no tenemos más hash browns.”
“No me diga ‘sir’, young man, better call me viejito. That’s what I am, un pinche viejito.”
(p. 18)
Ese cruce de registros —esa forma en que los personajes hablan con lo que tienen, con lo que les sale, con lo que han vivido en dos idiomas al mismo tiempo— es uno de los grandes aciertos del libro. No es un artificio: es una manera de habitar la lengua desde la fractura. Como cuando la Tongo, fastidiada por las preguntas del cronista, le suelta:
“You want to be the next Junot Díaz or qué pedo?”
(p. 130)
Y de pronto, entre un diálogo con el proveedor de salchichas y una charla sobre cómo levantar los glúteos con unos jeans colombianos, aparece la idea: “hay que fundar un cementerio”, dice el pintor. “Solo hace falta una tumba, ñero”. Y esa frase, que podría sonar ridícula, cobra un peso brutal. Porque en este barrio nadie tiene dónde caerse muerto. Porque todos vienen de otro lado y no saben si van a regresar. Porque esta ciudad, con sus avenidas perfectas y sus trenes elevados, les da trabajo pero no lugar.
La tumba de Xicago no está en el cementerio. Está en estas páginas. En cada personaje que entra al Tito’s y deja su marca. En cada escena donde lo importante no se dice, pero se siente. En cada intento del narrador por entender a los demás mientras se pierde un poco más a sí mismo. Lo que Dorantes construye no es una novela de acción, ni una denuncia, ni una epopeya migrante. Es algo más difícil: una historia chiquita, íntima, real, donde se cruzan el arte y la necesidad, el amor y el exilio, el barrio y la memoria.