En un mundo narrativo que vibra con distorsión punk, memorias fronterizas y fantasmas de resistencia, Mosh Pit, del escritor Marcos Pico Rentería, irrumpe como un manifiesto literario que rehúye el silencio. Esta colección de cuentos, construida como un rompecabezas sonoro y político, se sumerge en el pogo narrativo de migraciones, identidades híbridas, lenguas rebeldes y ritmos distorsionados. Ambientada principalmente en Reno, Nevada, a finales de los años noventa, la obra captura un instante previo a la digitalización total: una ciudad polvorienta, musical, y fronteriza en lo cultural. Su autor nos invita a un viaje que arranca en una vieja tienda de discos y nos lleva hasta las capas más profundas del desarraigo y la memoria colectiva, fusionando géneros y estilos con una libertad tan visceral como lúcida. Aquí, la literatura no solo se lee: se escucha, se grita, se baila.
La narrativa de Mosh Pit transita con naturalidad entre el realismo sucio, la crítica política y la ciencia ficción especulativa con tintes temporales. ¿Qué autores o experiencias personales influyeron más en la construcción de este universo narrativo tan fragmentado como coherente?
Desde un principio, Mosh Pit fue concebido como una obra intencionalmente fragmentaria, cambiante y aleatoria, tal como su título sugiere. Un tipo de baile que, desde cierta distancia, parece una «marea negra», en realidad es una especie de rito. El pogo, como también se le conoce, es un encontronazo en la pista; en este caso, en la página en blanco.
La colección de cuentos está tejida por uno que los une a todos: la historia de un par de amigos que comienzan su viaje desde la ciudad de Reno, Nevada, siendo más específico, en una tienda de discos que en 1999 todavía existía: Tower Records. A partir de ahí comienza el camino narrativo-musical. Dos personajes obsesionados con el metal y la música en general. Para Mosh Pit, aparte de la música, algunos ejes importantes son el humor, lo lúdico, el constante juego de palabras, sonidos y referencias literarias.
En cuanto a autores, hay muchas referencias literarias. Entre las más obvias, Rulfo. En el (Pre)logo, la estructura es rulfiana, pero deconstruida, mostrando el armamento literario, abstracto y traslúcido. Al principio fue una especie de ejercicio de escritura experimental, pero en ello uno se acerca a que la estructura es un cuento en sí, un mapa que muchos de mis cuentos siguen, y que a veces, cómodamente, ignoro por completo.
Me atraen las contradicciones, los personajes clásicos disfrazados de marginales, y el caos coreografiado de la escritura. En el fondo, todo es parte del mismo mosh literario.
El libro navega entre géneros, estilos y voces narrativas con notable fluidez, revelando una estructura compleja pero muy orgánica. ¿Cómo surgió la idea de Mosh Pit? ¿Hubo un momento detonante que te impulsó a escribirla y cuánto tiempo te tomó construir este universo narrativo desde el primer borrador hasta la publicación?
Todos los textos son borradores hasta que les llega su hora de publicarse. No es una frase original, claro, sino una sentencia repetida por muchos autores, pero en mi caso se siente cierta. Cada uno de los cuentos de Mosh Pit tuvo otra vida antes, en revistas literarias o antologías.
El verdadero detonante fue el motivo central del libro: la música punk. Unas canciones de Los Crudos, que menciono en el texto, y un grito de rebeldía que quizás llegó tarde a mí o que, más bien, llevaba años escondido. Al escuchar punk y metal, comenzaron a surgir personajes. No se parecen a mí, pero traen consigo recuerdos vagos, como si vinieran de otra vida.
El universo narrativo lo concebí como una serie de episodios. De ahí que Mosh Pit esté subtitulado como “Episodio 1”, con la intención de evocar una serie televisiva. Lo difícil fue encontrar el escenario adecuado: un lugar que no les fuera ajeno a los personajes. El año 1999 resultó perfecto. Un mundo aún algo analógico, con crimen urbano, pero también con cierta paz, un respiro que les permite a los personajes habitar su música y su entorno —el mismo que comparto con ellos.
Desde el principio, la premisa fue, y sigue siendo, el divertimento. Nunca quise construir un mundo en ruinas ni uno al borde del colapso. Quería una grieta en el tiempo, no una catástrofe.
La música, especialmente el punk y el metal, no solo ambienta, sino que estructura emocional y discursivamente la novela. ¿Cómo concebiste la relación entre las canciones, los personajes y el discurso político que permea toda la obra?
El punk y el metal fueron, para mí, formas de frontera. En lo musical, hay un diálogo constante entre el punk y el metal en español e inglés. Esa franja intermedia —ese espacio de roce— es justamente la música. La letra se adapta al entorno, al ambiente, al contexto en el que se escucha.
Desde hace décadas, se hace música punk en español en Estados Unidos. Y el punk, como mencioné antes, siempre va a contrapelo. Es un grito de “NO, NO, NO”, una resistencia. Lo mismo ocurre con el idioma: el español se resiste a desaparecer en este país. En Mosh Pit, hablar español se vuelve un acto político, tanto en la trama como en la forma.
Hoy, ser punk también es escribir y leer en otro idioma. En mi caso, esa lengua es el español. Es mi forma de estar en el mundo, de resistir. Porque el idioma no es solo una herramienta, es una bandera, una patria portátil que uno no deja atrás.
Uno de los temas recurrentes es la desaparición forzada y el desarraigo migrante, tratados con una mezcla de denuncia, poesía y surrealismo. ¿Qué tan autobiográfico o testimonial es el enfoque desde el que abordas estos temas?
Sí, esos temas son recurrentes en Mosh Pit. No siempre aparecen como eje central, pero sí como trasfondo, en detalles, en silencios, en referencias sutiles. Hay en los cuentos un sentido de denuncia, o al menos un llamado de atención: es parte de esa resistencia de la que hablábamos antes.
Hoy más que nunca, las desapariciones forzadas y los asesinatos turbios —muchos ya olvidados— siguen vigentes, ocultos en las sombras de la legalidad. Y eso es aterrador. El desarraigo migrante, por su parte, es una constante en este país, y creo que debe formar parte de nuestras narrativas. No solo como crónica, sino como símbolo, como forma de reproche y de duelo.
En uno de los cuentos, por ejemplo, se mencionan identificaciones falsas, la suplantación de identidad. Eso, se quiera o no, es también una forma de “nacer” en otro sistema. Forjar una identidad para sobrevivir no es raro; es cotidiano. He escuchado muchas historias sobre eso —de conocidos, amigos, familiares— y todas me han dejado una marca. Y luego están las historias que nunca podré escuchar: a esas, les rindo tributo en esta colección.
Más allá de lo autobiográfico, lo que hay es una realidad que me atraviesa y me ha sido compartida por otros. Mosh Pit es, también, una ofrenda a esa memoria colectiva.
El personaje de Arturo Nolan parece habitar múltiples planos de existencia y tiempo, convirtiéndose en un nodo narrativo entre la protesta y la ficción metafísica. ¿Qué representa para ti Nolan dentro del entramado simbólico de la novela?
Arturo Nolan es un personaje muy querido, al que he trabajado también en otros cuentos. En Mosh Pit, funciona como un punto de inflexión entre realidades. Los amigos lo encuentran de una manera extraña, casi quijotesca, que abre nuevas zonas narrativas y perceptivas. Es un personaje que planeo seguir explorando, porque me permite conectar varios planos narrativos sin forzar la lógica interna del relato.
Siempre me ha gustado pensar en él como una especie de reencarnación del rey Arturo, pero sin reino: un Arturo nómada, desterrado, en busca de su propio Santo Grial. Incluso su apellido —Nolan— juega con esa idea de lo errante, lo ambiguo, lo desplazado. Es un personaje en constante tránsito, entre tiempos, espacios y niveles de conciencia.
En ese sentido, Nolan es también un detective metafísico, una figura heredera de la novela negra, un viajero temporal, un clásico con aires paternales. Puede cruzar planos, indagar, resolver enigmas. Es el residuo de muchas lecturas, pero también la puerta a nuevas formas de contar.
El uso del lenguaje —cambiante, híbrido, fronterizo, por momentos casi oral— juega un papel central en la creación del mundo narrativo. ¿Qué buscabas lograr con este estilo tan marcado por los códigos del spanglish, la jerga urbana y el flujo de conciencia?
El lenguaje cambia de cuento en cuento. Cambia el narrador, cambian las voces, los registros. Y eso refleja, a su manera, el caos y la imprevisibilidad de la vida diaria. No seguí un estándar ni un patrón cómodo. Al contrario: buscaba que cada historia tuviera su ritmo propio, su respiración, su manera de hablar.
En el suroeste de Estados Unidos —como en muchas otras partes— se escucha una mezcla constante. Yo mismo la vivo en el aula. Mis estudiantes y yo hablamos en una especie de código simultáneo, que vamos filtrando en tiempo real. Pero en Mosh Pit no quise filtrar nada. Quería que los personajes hablaran con soltura, lejos del purismo gramatical. Que el spanglish, tan debatido y tan vital, pudiera fluir sin pedir permiso.
Porque al final, el lenguaje también es una frontera, y romperlo —hablarlo distinto, cruzarlo, contaminarlo— es una forma de habitarlo. Uno puede controlar a los personajes hasta cierto punto, pero después hay que soltarlos. Dejarlos hablar. Vivir.