En su novela Minerva, Keila Vall de la Ville construye una coreografía narrativa íntima, poderosa y poética. Narrada en primera persona por Minerva, una joven venezolana criada en una familia no tradicional —con dos padres y una madre—, el libro transita la memoria, la identidad, el exilio y el cuerpo como territorio en disputa. Esta es una novela que se atreve a explorar lo que significa ser “otra” en todos los sentidos, desde la infancia hasta la adultez migrante. Con una prosa que roza lo lírico sin dejar de ser profundamente terrenal, Vall de la Ville compone un retrato conmovedor y necesario sobre crecer en los márgenes, buscar el centro, y danzar con lo que se encuentra allí.
El hogar como coreografía
Desde las primeras páginas, el hogar de Minerva se nos presenta como un espacio performático: una casa-caracola donde viven la diseñadora de modas Lissa (su madre), Martín (el papá firifiri y extravagante, a veces transformado en La Mimí), y Diego (el padre serio, sobreviviente del franquismo, meditador y silencioso). Cada uno, a su manera, encarna una forma de habitar la otredad, y Minerva orbita en ese cosmos afectivo con una mezcla de amor, perplejidad e inquietud. “El único disfraz prohibido en casa es cualquiera que tenga que ver con Disney”, leemos en uno de los pasajes. Todo está permitido, menos la norma.
Pero este hogar, aunque lleno de amor, también la margina. “Me otorgaban el segundo lugar en el concurso del alma de la casa”, dice en un momento. Y es allí donde la autora logra una sutileza difícil: retratar con honestidad las contradicciones de un hogar progresista sin idealizarlo ni condenarlo.
El cuerpo y sus silencios
Minerva es bailarina, y el lenguaje del cuerpo atraviesa toda la novela. Desde su entrenamiento con la odiosa Madame Ducreux hasta sus trabajos como modelo de dibujo al desnudo en Nueva York, la protagonista vive su cuerpo como territorio de exploración, disciplina y, a veces, castigo. El cuerpo es escenario y trinchera, testigo de transformaciones, duelos y conquistas.
Uno de los ejes más potentes del libro es cómo el cuerpo se convierte en metáfora de pertenencia y extranjería. “Sé que parece que me estoy moviendo, pero estoy quieta. Sé que parece que estoy quieta, pero estoy de viaje”, dice Minerva. Ese vaivén entre acción e inmovilidad, entre arraigo y desarraigo, es central en la novela.
Exilio, memoria y resistencia
La novela, además, retrata con enorme lucidez el éxodo venezolano. Vall de la Ville no cae en lugares comunes ni sentimentalismos: nos muestra la crudeza del destierro desde la experiencia personal, afectiva y concreta. Minerva termina en Nueva Jersey, trabajando en un centro de yoga, ocultando su talento, renegociando su lugar en el mundo. En ese tránsito, el exilio aparece como una forma de orfandad, pero también como oportunidad de reinvención.
La escena en la que la protagonista recibe sus primeras zapatillas de punta es de una ternura abrumadora, y dialoga en sordina con otra donde se despide de su país, en un avión, repitiéndose como mantra: “Ahora, tal vez, puedo ser la Minerva que realmente soy.”