Bosque denso, mar en calma, de David Nava, es una novela que se desliza como una bicicleta bajo la lluvia: suave, melancólica, lúcida y sin freno. Con una prosa íntima, cuidadosamente tallada y profundamente sensorial, Nava construye el retrato de una memoria que no deja de pedalear entre la adolescencia y la adultez, entre la ternura del primer amor y la punzante herida del suicidio.
Desde la primera página, el protagonista —Javier— se convierte en nuestro guía por un viaje que es físico y mental: su trayecto en bicicleta por Madrid es también una expedición por los rincones más íntimos de su pasado. El anclaje emocional de esta historia es Alejandra, una amiga de la infancia y juventud, cuya presencia se convierte en el centro gravitacional del relato. El vínculo con ella está tejido con hilos de descubrimiento, deseo, ternura, confusión, culpa y una devoción que persiste aún después de la muerte.
La narrativa está impregnada de la nostalgia japonesa que en el prólogo se nombra como natsukashii, y no es casual, Alejandra, como personaje, vive entre la sensibilidad nipona y una crudeza existencial que la vuelve entrañable y desconcertante. Su relación con Javier es un vaivén que esquiva las etiquetas tradicionales del amor o la amistad. Es un lazo raro, único, imposible de reducir a una fórmula.
Alejandra es, sin duda, un personaje complejo y poderoso. Su construcción es sutil, paciente y llena de pliegues. A lo largo de la novela, ella crece, cambia, sufre, experimenta, ama y se desliza lentamente hacia una oscuridad que arrastra al lector con ella. Nava no romantiza su sufrimiento, pero lo ilumina con una ternura que duele. Alejandra es frágil pero incisiva, distante pero profundamente humana.
Su vínculo con la literatura japonesa —especialmente con Lo bello y lo triste de Kawabata— es es una clave de lectura para todo el libro. Como los personajes de Kawabata, Alejandra habita el filo entre lo visible y lo inasible, lo bello y lo trágico. Es una presencia-fantasma que acompaña a Javier incluso en su adultez, cuando pedalea entre avenidas de asfalto y recuerdos rotos.
La novela avanza en una estructura de rememoración fragmentaria, como si Javier tratara de recomponer un puzzle que ya sabe incompleto. Hay pasajes que parecen respiraciones detenidas, otros que golpean con dureza. El lenguaje es sobrio pero cargado de imágenes líricas, sensaciones táctiles, silencios que dicen más que los diálogos. Nava escribe como quien cuida una herida, con dolor, con ternura, con la conciencia de que no va a cerrar del todo.
Una mención especial merece la forma en que se abordan el suicidio y la salud mental. La novela no cae en el dramatismo fácil, pero tampoco elude el peso que implican. Nava observa, escucha, pregunta y deja que el dolor hable por sí mismo.
«Space Song», de Beach House, se convierte en el leitmotiv musical del libro: una especie de banda sonora que acompaña momentos clave de la historia. Pero más que una canción, es un hilo invisible que une pasado y presente, deseo y ausencia. Como la bicicleta, como el recuerdo de Alejandra, como el amor que no se consuma pero se queda, siempre presente, incluso cuando ya no suena.