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El último comunista de Miami

El cubículo y la oficina no son el lugar más inspirador para un relato, pese a que muchos pasamos gran parte de nuestras vidas en esa pantomima que es trabajar, pretender que lo haces mientras actualizas tu status en Facebook, y desarrollar tanto tus capacidades profesionales como un incipiente síndrome del túnel carpiano. Desde el Bartleby de Melville (y seguramente antes), la vida oficinesca ha originado un subgénero literario que en estos tiempos de incertidumbre económica vuelve a cobrar prominencia. La “literatura de oficina” (a falta de un mejor nombre) suele caracterizarse por el sarcasmo kafkiano de sus personajes, seres atomizados que trabajan para – y se encuentran a merced de – entidades tan gigantescas como tenebrosas. Algunos ejemplos recientes son la novela finalista del National Book Award de EE.UU., Entonces llegamos al final de Joshua Ferris, donde un grupo de publicistas intenta sobrevivir al cierre de su agencia, o  la novela de culto Resume With Monsters de William Browning Spencer, sátira en que un oficinista sospecha que trabaja nada menos que para el Cthulhu de H.P. Lovecraft.

La constante de estos relatos suele ser el humor y el miedo al futuro, y eso es lo que se aprecia en la novela corta que da nombre a la colección del escritor argentino Diego Fonseca, El último comunista de Miami. Fonseca cuenta la historia de seis banqueros recién despedidos y su espiral descendiente de decisiones erradas y manotazos de ahogado. En este caso, la amenaza que se cierne sobre ellos es casi tan temible como Los Antiguos de Lovecraft. Se trata de la crisis inmobiliaria que desató el peor descalabro económico desde la Gran Depresión. Como dice el narrador (uno de los banqueros) al describir su pesadilla de irse a la calle y terminar igual que las personas a las que él mismo les extendió un préstamo-basura: “¿Te imaginas con toda esa pobre gente muerta de hambre, que no puede pagarse una decente casa en la playa y un buen auto?”. Después de todo, “Yo antes vendía créditos, por dios. Me blanqueaba los dientes y me coloreaba al sol, venía alguien, saludaba y, pow, eras el feliz dueño de una deuda de tres vidas”.

Los despidos causan frustración y paranoia, y desnudan a un grupo de personajes que Fonseca describe con familiaridad. Temeroso de lo que una posible investigación judicial al banco pueda revelar, uno de los banqueros, el Gordo Jim, decide destruir sus archivos: “Volvió del depósito del mismo modo en que se fue – you fuck, fuckers, mother fuckers – y cargando una gran caja de cartón y un hacha de incendios, que recién vimos cuando la sacó de la caja, la levantó por detrás de la cabeza y la descargó una sola vez contra su escritorio”. El hecho que los documentos tengan respaldo en un servidor no preocupa al Gordo Jim, que parece actuar por una necesidad de catarsis y tal vez de un despido con una buena indemnización. Tanto él como sus compañeros terminan en la calle y dejan atrás la oficina, “un desierto de escritorios con luces apagadas, estanterías nuevas y limpias y silencio”. Lo que sigue es una sucesión de intentos de los exejecutivos por reinventarse profesionalmente y recuperar su ilusoria prosperidad La diferencia es que ahora las víctimas de sus engaños son ellos mismos y no clientes anónimos, y su comportamiento recuerda más al darwinismo social que al “bolchevismo financiero” que decían practicar en los buenos tiempos, cuando aprobaban préstamos a mansalva.

Pero los cuentos de Fonseca – algunos de los cuales aparecieron por primera vez en su colección South Beach (Ediciones Recovecos, 2009) – transitan por más mundos que el de los banqueros. En “Abercrombie & Punk”, un joven de una familia mexicana acomodada decide hacerse punk y cambiar su nombre de “Juan Antonio” a “Mortar”. Su madre le da “vuelta la cara de un sopapo” y su padre lo obliga a mantener sus apellidos. Es así como Mortar Sánchez Camarena descubre a los Pistols y The Clash, se hace de nuevos amigos (Dead Ratero y X-ilofón), e incursiona en el activismo político con un grupo antisistema (las Tepito Chics) que gusta de tirar “globos rellenos de mierda” a comitivas presidenciales. Todo, sin dejar de ir a comer a casa de sus padres los días domingo. El humor negro también campea en “Churretes, farolas y lamparosas trolas”, donde un matrimonio practica la mentira por diversión hasta que llega el momento de discernir si las lágrimas de la mujer son verdad – y si es cierto que el marido sufre una enfermedad mortal. En “Una buena y sana sopa de pollo” volvemos a Florida y, como muchas narrativas de escritores hispanoamericanos en Estados Unidos, observamos la relación a veces incómoda entre los “viejos” y los “nuevos” ciudadanos del país. Por cierto, no en clave de columna de opinión, sino a través de la historia del jubilado y veterano de guerra James Padraic O’Reilly, quien en un supermercado de Coral Gables cavila sobre qué sopa en lata comprar, a la vez que observa con suspicacia a un joven latino y desprecia a la madre obesa que acaba de resbalarse en un pasillo.

Diego Fonseca también es el editor, junto a Aileen El-Kadi, de Sam no es mi tío (Alfaguara, 2012), colección de crónicas sobre la relación de los latinos con Estados Unidos. No es casualidad.  Muchos de los relatos de El último comunista… parecen crónicas por la detallada y descarnada forma en que dan cuenta de las manías y obsesiones de sus personajes. Con una mirada irónica que cruza todos los cuentos, son narrativas con la dosis justa de exageración y un humor que nos recuerda que si bien el Gordo Jim o Mortar son solo personajes, la risa que evocan también puede ir dirigida a nosotros mismos.


Gonzalo Baeza (Houston, Texas), vivió la mayor parte de su vida en Santiago de Chile y actualmente reside en Virginia. En Estados Unidos ha trabajado en periodismo y el movimiento sindical. Publicó su primera colección de cuentos (La ciudad de los hoteles vacíos, Amargord Ediciones, Madrid) en el 2012 y trabaja en su primera novela. Es uno de los editores de la revista literaria Plots With Guns y su página web es gonzalobaeza.com.

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