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A propósito del caos y su belleza

Reseña de Aquí no hubo ni una estrella, por Esteban Miranda


Si uno deja de lado las tediosas implicaciones prácticas, la ruptura de un vaso de vidrio al chocar contra el suelo es una imagen conmovedora. Las docenas de pedazos que huyen en todas direcciones son los últimos testigos de un evento verdaderamente asombroso. Y es que haciendo uso de un concepto propio de otros  terrenos, la entropía, magnitud que describe lo irreversible, es omnipotente.

Incluso su etimología, vieja maña de algunos narradores, es contundente. Entropía significa transformación, implica, pues, que hace parte de todos y de todo; porque nada en este mundo, ni siquiera ese reducido grupo de cosas que habita una realdad etérea, permanece igual. Existen leyes que nos gobiernan, las cuales, a pesar de estar lejos de ser comprendidas a la perfección, dominan cada aspecto de la realidad.

Aquí no hubo ni una estrella, escrito por Gisela Heffes (Argentina, 1971) y publicado por Suburbano Ediciones (2023) es un fragmentario que discurre entre los recuerdos difuminados y la marginalidad de sus personajes. La plataforma donde la autora sitúa cada pieza del sofisticado artefacto es el caos. El poderoso desorden armonioso es un monolítico oxímoron dispuesto para ser contemplado, con su forma de telaraña hecha de palabras pétreas se posa con suavidad y firmeza, a partes iguales, en medio de una llanura inhóspita a la espera de convertirse en descubrimiento.

El texto es inclasificable, puede ser concebido como un punto de encuentro donde las palabras y los lectores respiran un aire caótico mientras entablan una conversación que evoca diferentes imágenes. El dolor del pasado, los miedos inherentes del individuo y la autoexclusión de quienes no pueden soportar vivir en un mundo basado en la producción en cadena son los cuadros resultantes de aquellas charlas definitivas. Gisela Heffes crea un oasis en medio de la aridez, no para que bebamos de su agua, más bien lo hace para que nos reunamos en torno a una celebración de la confluencia.

Sería insuficiente resumir cada fragmento que compone Aquí no hubo ni una estrella, solo vale decir que todos poseen una cualidad literaria por excelencia; esto es, la capacidad de ofrecer individualidad e interrelación al mismo tiempo. Piezas que son un universo y que también son puentes. Pasadizos que llevan al paraíso y al infierno. Un laberinto sin paredes. Una antilogía sobreviviente.

Pero si la forma sorprende, sus temas logran desarmarnos. Por un lado, Aquí no hubo ni una estrella aborda una cuestión íntima y dolorosa, los recuerdos, falaces representaciones de un pasado inexistente que confirman nuestra obstinación por organizar la memoria de acuerdo a conveniencias del presente. El deseo de sonreír, buscar la compasión propia o dotar de sentido un suceso, son los criterios inexpugnables empleados para invocar el ayer. Las trampas del pasado, cuando son advertidas, hacen todo lo posible para dejar de ser vistas y se camuflan en las más oscuras grietas de las añoranzas.

El otro tema que podemos encontrarnos en el libro, disfrazado con mil máscaras, es el sentimiento de desarraigo, no de un lugar ni de una época, desarraigo de la especie. Unos cuantos, desdichados, huyen de las mayorías que se apresuran a galopar la vida con tal ahínco que olvidan pensar en ella; ni por un instante se acercan a reflexionar sobre experiencias que se borrarán entre un par de parpadeos. Todos los personajes buscan residir en los extremos, usan las márgenes de la realidad como última resistencia frente a la nada totalizante. Resistir desde el propio yo, resguardando en el interior gráciles voces que anuncian, una y otra vez, lo testarudo que se debe ser para prevalecer.

Buscar utopías, cazar recuerdos, enfrentar horrores, componen el caos narrativo que marcha con sincronía y jamás se queda rezagado. Aquí es donde volvemos al vaso de vidrio, deslizándose de una mano descuidada o demasiado cansada, cayendo sin ofrecer resistencia, viajando por última vez hasta tocar el suelo. El estruendo acusa el crimen, el sobresalto es inevitable, hasta la tristeza se asoma, pero el vaso, que ya ha dejado de serlo, se multiplica en pequeños cristales, los cuales se desordenan con la resolución de que solo hay una dirección para recorrer la existencia.

El caos es hermoso porque nos muestra, mediante pequeños y filosos destellos, los delgados hilos que nos regentan. Aquí no hubo ni una estrella es echar un vistazo a través de la entropía. Observar, por breves momentos, la figura de un ser mítico antes de que desaparezca para siempre. También es inventar recuerdos y aspirar a vivir una vida más auténtica.

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