Entrevista a Keila Vall de la Ville por «El día que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami»

 

Keila Vall de la Ville nació en Caracas, Venezuela (1974). Su novela Los días animales (OT, 2016) recibió el International Latino Book Award como mejor novela en la categoría Drama/Adventure (2018) y fue traducida al inglés por Robin Myers como The Animal Days (Katakana, 2021). Ha escrito los libros de cuentos Ana no duerme (Monte Ávila Editores, 2007) finalista como mejor libro de ficción en el Concurso Nacional de Autores Inéditos Monte Avila Editores (2006), Ana no duerme y otros cuentos (Sudaquia Editores, 2016), Enero es el mes más largo (Sudaquia Editores, 2021) y El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami (Suburbano Ediciones 2022). Publicó el poemario Viaje legado (Bid&Co, 2016) y es editora de la antología Entre el aliento y el precipicio, poéticas sobre la belleza / Between the Breath and the Abyss, Poetics on Beauty (Amargord, 2021), que compila la mirada de treinta y tres poetas del continente americano sobre la belleza. Coeditó 102 Poetas en Jamming (OT, 2014) que reúne a los autores participantes en el Jamming Poético, movimiento del que es fundadora. Es Antropóloga (UCV), MA Ciencia Política (USB), MFA Escritura Creativa (NYU) y MA Estudios Hispánicos (Columbia University).

 

 

 

Cuéntanos un poco el behind the scenes de El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami: ¿Qué te costó más sacar adelante? ¿Cuánto tiempo te tomó todo el proceso de escritura y edición?

Cada crónica nació a su tiempo y de manera muy orgánica. ¡La verdad es que nada fue difícil! Me fascinó escribirlo. Quizá el único reto fue esperar tener todos los trabajos necesarios para conformar el libro. No me apresuré. Por lo contrario, fui escribiéndolas en la medida en que escribía también mi tercer libro de cuentos, mi segundo libro de poemas y mi segunda novela. Las crónicas de El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami nacieron entonces en la medida en que me tropecé con situaciones inquietantes al recorrer la ciudad de New York. Son historias callejeras y también íntimas de ese gran y fascinante misterio llamado vida cotidiana. Son reflexiones o descubrimientos avenidos en un parque, un bar, un restaurante, o mi propia casa, que es una casa migrante, de venezolanos en Nueva York. Me tomó unos cinco años escribirlo. Ya estoy trabajando en otro. Me fascinan las crónicas: leerlas y escribirlas.

¿Hace cuánto tiempo emigraste de tu país? ¿Desde un principio llegaste a New York?

Emigré de Venezuela en el año 2011, cuando me aceptaron en el MFA de Escritura Creativa de NYU. Me mudé a finales de agosto de ese año para empezar a estudiar pocos días después. Es increíble, ahora miro hacia atrás, me veo, y entiendo que estaba perdida, venía con mis hijos pequeños, de tres años y medio, y un año y tres meses. Fue un cambio brutal. En Caracas siempre había trabajado en espacios académicos relacionados con Antropología del paisaje y Cultura Política; o como guionista undercover y narradora visual, es decir como museóloga y como editora gráfica. Cuando tuve mi primer hijo me dediqué a él, y dos años después nació el segundo. Fue durante ese tiempo, en el que solo hacía uno que otro trabajo freelance, que escribí buena parte de mi primer poemario, Viaje legado, y de mi primera novela, Los días animales. Ya había publicado mi primer libro de cuentos, Ana no duerme. Así que llegué a New York en un momento en el que me estrenaba como mamá y escribía desde casa. Gran cambio. Me asenté como estudiante de NYU sin creerme del todo lo que estaba ocurriendo, buscando guarderías, intentando procesar amorosamente una separación. Porque mudarme a New York fue reconfigurarme no solo como venezolana (más fácil), sino como mamá (masivo). Aún hoy lo pienso y se me hace un nudo en el estómago. Además llegué con un inglés básico, que había aprendido sobre todo gracias a la música. Pronto entendí, lo veo ahora, que si iba a comprometerme con el camino que elegía, un camino desconocido e incierto, debía ponerle nombre. Aunque no me gustan las etiquetas y no creo que la profesión sea informativa sobre quien uno es, en este caso lanzarme al agua y volverme agua fue importante para dar espacio y voz a mi trabajo, y esto a su vez para hacerme un lugar en el mundo. Inauguré una identidad. Cuando digo “soy escritora”, dibujo para mí un piso, un techo. Siendo inmigrante, trabajar es lo que me contiene.

¿De qué manera afecta vivir en un país ajeno en tu escritura?

El emplazamiento marca. La experiencia de lugar deja un tatuaje o una herida, abre una rendija desde la que miras. Es decir que vemos el mundo a partir de lo que fuimos y donde estuvimos, y de lo que somos y donde estamos. Mi escritura es inseparable de ambas condiciones. Soy una autora venezolana que vive en New York. Soy mujer, madre, inmigrante, y más aún: caraqueña. Una persona que descubrió al mudarse un país tan racialmente disgregado, que es considerada “de color” (es increíble cuan porosa es la identidad), alguien que comprendió que ya nunca será de ningún lugar, y que está bien con eso. Tengo una relación problemática con Venezuela, soy “full caraqueña”, pero a la vez siento que lo que dejé atrás ya no existe. Cambió el lugar que dejé, y también cambié yo: es definitivo. Me emociona hacerme un país todos los días. Después de más de diez años empecinada en abrir un espacio para mi familia, para mí como mujer y para mi trabajo como escritora viviendo en Estados Unidos, no puedo decir que este lugar me pertenece, pero me siento suya. La sensación de destierro, la alienación, y a la vez el arraigo que nutro a toda costa, la generosidad que se ofrece tentativa siempre, marcan por igual mi escritura porque integran quien soy y mi manera de mirar. No necesariamente hablo sobre estos asuntos en mi trabajo. Escribo pensando en la experiencia de estar viva en el mundo, más que en un país o en otro. Esta desterritorialización relativa (relativa porque no tendré mi país pero me queda la conciencia de lugar), la curiosidad hacia lo que me tropiezo a diario y un afecto por los finales abiertos, un cierto pesimismo y mi apego hacia la ternura y el sentido del humor, nacen de mi condición de inmigrante, son mis formas de supervivencia, y marcan mi escritura.

¿Como te apropias de ese país nuevo? ¿En la vida cotidiana, el lenguaje juega algún rol en esa apropiación?

Yo me apropio de este país nuevo en la calle, un capítulo y poema a la vez, a la vez que confirmo progresivamente que no pertenezco y no perteneceré jamás. Esto es asombroso. Cuando ves un cuadro, una fotografía, o lees un libro sin permanecer, sin prestar atención, crees ilusamente que lo has visto o leído. Es cuando permaneces, miras, piensas los detalles que logras procesarlo en su complejidad. Lo que es igual: cuando estás recién llegada estás atónita, ves todo precariamente, no logras diferenciarte. Poco a poco logras identificar particularidades, matices, hallas más contrastes, y ves mejor. Lo que ocurre es que en vez de sentirte más en casa te sientes más extranjera, diferente. Corroboras que no perteneces. Siento que entonces se da un movimiento inverso. Cuando aceptas la no-pertenencia y te rindes, empiezas a sentirte en tu lugar. En este proceso de identificación y apropiación, el idioma juega un papel, sí, y en un sentido doble también. En la medida en que aprendes sus matices, descubres un universo afectivo e intelectual inmenso. Y a la vez te das cuenta de todo lo que te falta por aprender para entender lo que te rodea. Eso produce una fuerte sensación de alienación. A la vez, en la medida en que aprendes los matices del idioma, vas apropiándote del territorio tanto real como simbólico. Eso en términos cotidianos. En términos del oficio, soy una autora latina que vive en Estados Unidos y escribe sobre todo en español. Desde hace algunos años nuestro idioma ha ganado espacio en programas académicos de escritura creativa o de estudios hispánicos, han surgido casas editoriales, festivales y encuentros van en aumento. Hay un territorio virtual hispano sobrevolándonos como una nube, de autoras y autoras viviendo en distintos lugares del mundo. Yo lo tengo muy presente, vivo conectada a esa nube. Creo que el español tiene un gran potencial en los Estados Unidos. A la vez, la barrera lingüística es innegable y en ese sentido el primer paso es traducirse al inglés. Con The Animal Days inicié ese proceso, que continúo ahora con Minerva, mi segunda novela. Ya veremos qué ocurre, tal vez pronto me aventure a escribir un libro en inglés. No lo sé. Lo que puedo decir es que no es cuestión solo de tener el libro en inglés, sino de acceder a espacios y conversaciones. En conclusión, a los idiomas me gusta tratarlos plásticamente. Y me apropio de este país, de mi ciudad, de mi vecindario, de todas las maneras posibles, y en ambos idiomas.

Como escritora y como emigrada, ¿qué cosas facilitan tu profesión y qué cosas la dificultan?

En mi experiencia, la vida del inmigrante es de todo menos fácil. En términos profesionales, es complicado hacerse un espacio, toma tiempo comprender las dinámicas particulares del lugar de llegada. Establecer contactos y alianzas es cuesta arriba. A la vez, la experiencia obliga a crecer y fortalecerse emocional, creativa y profesionalmente, y eso es bueno. La adaptación es un proceso continuo. Algo positivo como autora latina viviendo en Estados Unidos es la fuerte presencia y movida de autoras y autores norteamericanos de herencia hispana. Voces literarias establecidas, no extranjeras, con las que siento hay temas en común (también muchas diferencias, claro) y que a su vez nos miran con interés y curiosidad. Creo que es posible acercarse, aprender los unos de los otros y crear juntos. Tomará su tiempo, pero es importante establecer lazos. Ser inmigrante es no dejar de construirse una casa. Reconozco la precariedad y agradezco el privilegio.

Cuando regresas a tu país o comparas tu obra con la de escritores que residen en tu país, ¿notas que te hayas distanciado? Si la respuesta es sí, ¿lo consideras positivo o negativo? Si la respuesta es no, ¿qué crees que hace que se conserven esos lazos?

La literatura venezolana cuenta con voces brillantes. Quienes escribimos hoy somos receptores de una tradición. Tenemos referencias comunes, compartimos una cierta estética. Sin embargo, mi trabajo se alimenta tanto de literatura como del cine, la fotografía, la música, (diría Mario Levrero: de las hormigas), de mi formación como antropóloga y de mis viajes a lo largo de distintos continentes con una mochila a la espalda. Una persona que escribe no se alimenta solo de palabras. Yo no me comparo con otros escritores o escritoras de acá o de allá, y tampoco podría ni busco ubicarme dentro de una tradición particular. Esto no me es informativo. Yo soy venezolana cien por ciento pero solté amarras, y no solo por inmigrante sino porque escribir es ver con curiosidad las cosas del mundo y filtrar eso que uno ve a través de la propia experiencia, que definitivamente en mi caso: no es “nacional”. Me siento más cercana a miradas de quienes están in-between, o como diría Gloria Anzaldúa: a voces que están “atravesadas” entre culturas. No sé si esta manera de ser y estar entre acá y allá me aleja de una tradición venezolana. Mi primer libro se publicó en 2007 y yo me mudé en el 2011. Desde entonces, viviendo afuera, he escrito seis libros y compilado dos antologías. Soy una autora migrante de herencia venezolana que vive en Estados Unidos mientras intenta hallar sentido a su paso por el mundo. No busco escribir “sobre Venezuela” o “desde allí”, ni bajo una sombrilla o una tradición. Me interesan el diálogo, la porosidad, la unidad en lo diverso. El cruce de fronteras y el proceso inacabado. Donde encuentro esto, allí me quedo.

¿Es Venezuela un pasado literario en tu vida?, ¿Llevabas en tu país una vida literaria? En caso sí, ¿cuáles son tus recuerdos de esa vida? ¿Autores que te marcaron?

Puesto que empecé a escribir en Venezuela, tengo un pasado literario allá tanto en términos íntimos y de mi propia dedicación al oficio, como sociales o culturales. Sin embargo no separo mi existencia en Caracas de mi existencia en New York, así como no divido la vida literaria del resto de mi vida. Soy la misma y a la vez no soy la misma, soy el vector que conecta ambas ciudades, ambas vidas. Allá y acá he escrito, allá y acá he tenido amigos y amigas escritoras, y también guías. Allá me marcaron Carlos Noguera y Luis Barrera Linares así como los amigos que hice en sus talleres de narrativa en Monte Avila Editores y el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Me marcó Sonia Chocrón, primera lectora de mis poemas; me marcó Edda Armas, con quien tomé un taller de poesía y fotografía que llevo conmigo. Me marcó Patricia Guzmán con su experiencia mística, y me marcó y sigue marcando Igor Barreto, su mirada al paisaje, su verso generoso, de apariencia sencilla y sentido tan profundo. Ha sido importante la experiencia como fundadora del Jamming Poético porque gracias a este trabajo he conocido a muchos autores y autoras venezolanas y del mundo. Ahora bien, acá en Estados Unidos me marcó Diamela Eltit y cuánto daría por tomar talleres con ella de nuevo; habiendo superado ciertos temores, los aprovecharía más. Me marcó el trabajo y la orientación de Mariela Dreyfus, a quien admiro como escritora y considero una amiga. Por supuesto, Antonio Muñoz Molina, que leyó mi primera novela, y me habló sobre la brevedad y la pulitura, sobre la importancia de las primeras líneas en lo que se cuenta, sobre la potencia de una oración bien escrita. Ellos no están acá o allá, ellos son parte de mi mundo literario donde quiera que yo me encuentre.

 

Ordena El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami

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