Adelanto de Electrónica, novela de Enzo Maqueira

Warm up

Te encontraste con el examen de Rabec y sentiste las mariposas en la panza. Hacía una hora que estabas con la pila de parciales en la mesa de luz, esperando que Gonzalo se quedara dormido para empezar a corregir. Antes habían mirado el capítulo de Los Simpson de la Venus de jalea. Gonzalo anticipaba los chistes, como hacía siempre, y vos te imaginabas que le ponías una mordaza de alambre de púas para callarlo, hasta que por fin se acurrucó en su lado de la cama y se quedó dormido. Recién en ese momento bajaste el volumen del televisor, prendiste el velador y te pusiste los lentes. Te costó concentrarte, pero al tercer examen ya corregías en piloto automático: ponías una tilde con birome roja en las respuestas correctas, hacías una cruz si había un error, tachabas la hoja cuando alguno había guitarreado. Cómo te molestaba esa palabra, “guitarrear”, ese vocabulario de profesora que se te había pegado sin darte cuenta. Sabías que el examen de Rabec estaba entre los otros, con la letra redondeada y la firma chiquita, de tener la autoestima baja, al final de la última pregunta. Querías creer que el examen tenía algún mensaje escondido, pero no ibas a anticiparte, ibas a esperar que llegara su turno. Que un mensaje escondido en el examen parcial de Rabec apareciera cuando fuera su momento, porque aunque pocas veces te hacías caso, sabías que el tiempo era tu mejor consejero.

Rabec te había gustado desde el primer día: tenía el flequillo sobre la frente, los brazos llenos de venas. Ni bien entró al aula te hizo esa sonrisa con cara de dormido. Siempre te había parecido una frase de boluda, mariposas en la panza, pero con él no había otro modo de explicarlo. Sentías lo mismo ahora, en la cama, el televisor en mute, tu novio durmiendo profundo pero demasiado cerca como para que corrigieras tranquila. Rabec había contestado bien casi todas las preguntas. Había escrito poesía, novela, cuento y había subrayado cada una de esas palabras, las mismas que habías resaltado en clase para explicar por qué la ficción siempre es mejor que el periodismo –aunque vos enseñabas periodismo–, y por qué, al mismo tiempo (con esto te habías ido por las ramas), la realidad es siempre una ficción. Rabec las había usado igual, como si vinieran de tu boca. No había ningún mensaje escondido, pero que repitiera exactamente tus mismas palabras quería decir mucho más que si te hubiera dibujado un corazón. Te acordaste de cuando Rabec te entregó el parcial, cuando le rozaste los dedos al agarrar la hoja y sentiste el perfume de su desodorante.

—¿De qué te reís? —dijo Gonzalo.

Tu novio te miraba con los ojos entrecerrados y la cabeza hundida en la almohada. No te habías dado cuenta, pero el recuerdo de Rabec te había hecho sonreír.

—Nada —dijiste—. Una estupidez.

A veces Gonzalo te hablaba dormido. Una noche discutieron así: vos estabas mirando televisión, Gonzalo te empezó a insultar en voz baja, con los ojos abiertos, inyectados en sangre, y la mirada como si no pudiera terminar de enfocarte. Tardaste en darte cuenta de que te hablaba entre sueños. Le dijiste de todo. Después entendiste y lo empezaste a boludear. Al principio esas cosas te divertían.

Terminaste de corregir los exámenes que faltaban. Apagaste la luz. Te pasó lo mismo que en las últimas semanas: ni bien acomodabas la cabeza en la almohada te ponías a pensar. ¿Las demás profesoras habían probado el ácido? Vos sí: varias veces, pero la que más te acordabas era cuando Tiësto tocó en la catedral. Te habías metido una pastilla de éxtasis, ketamina y medio ácido. A las tres de la mañana estabas sentada contra la pared, con la cabeza entre las piernas viendo túneles de colores. ¿Cuánto tiempo había pasado? Recién te recibías, eras licenciada y ya dabas clases en una universidad. Habías estudiado en una privada, igual que tus alumnos, por eso habías terminado la carrera demasiado joven y te había quedado tiempo para seguir haciendo cualquiera. No eras la única. Había una generación de profesionales como vos y encima te pagaban para formar a la generación siguiente. Seguías sintiéndote una pendeja. Dar clases era un trabajo de una vez por semana que te permitía salir, tomar pastillas, mirar todas las películas de cine francés y leer todos los libros que quisieras sin que tu papá o tu mamá te presionaran. La hija típica de la clase media de los noventa. Ese subtipo snob que vivía su pasado menemista con culpa.

Ahora escondías el examen de un alumno y tratabas de dormir acercándole el pie a la pierna de tu novio. De sentirte una liebre saltando en la pista de un boliche donde por momentos flasheabas que tenías las manos hechas de plumas, hasta pararte frente a un curso de veinticinco adolescentes que también –como todos– querían ser licenciados en algo. Vos repitiendo lo mismo de cada año: pirámide invertida, las cinco W, la importancia de aprender a escribir el encabezado o lead de la noticia. Todos esos datos con los que te ganabas la vida y a los que habían quedado reducidos tus proyectos de ser escritora. Pero esta vez fue distinto porque entre los alumnos estaba Rabec. Te miraba con los brazos cruzados, directo a los ojos, tomando nota si decías algo importante, pasando por alto a la rubia con voz de pito que se sentaba en el banco de al lado y le histeriqueaba. ¿Cuántas profesoras tenían plantas de marihuana en su casa? ¿Cuántas se fumaban un porrito cada tanto? La próxima clase, ni bien entraras al curso, ibas a pedirles a los alumnos que fueran a buscar los exámenes a tu escritorio, por apellido, y cuando le tocara a Rabec le ibas a preguntar, en voz baja, si se volvían a ver. También podías mandarle un mensaje, pero te parecía exponerte demasiado. Tenías que evaluar qué era más peligroso: si hablarle en voz baja delante de todo el curso o mandarle un mensaje y que quedara tu número guardado, tu ¿cuándo nos vemos?, algo que pudiera traerles problemas a los dos. Lo mejor era hacerle una llamada perdida después de la clase, cuando estuvieran mezclados con los demás alumnos que salían de las otras aulas, y que entonces Rabec te llamara y decirle que lo esperabas en la estación Ángel Gallardo. Ibas a ponerte la campera de cuero. Una campera de cuero te devolvía algo, un aire, de lo que habías sido. Gonzalo se dio vuelta en la cama. Te apoyó una mano sobre la pierna. Ya sé que estamos solos en una calesita, dijo Gonzalo, pero hacía tiempo que ni siquiera te daban ganas de boludearlo cuando te hablaba dormido.

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