Por Julio Llerena
El descubrimiento de un cementerio de dos mil años de antigüedad en el subsuelo blando de Miami es una gran noticia, un flash informativo para los extraviados. En una urbe donde las cosas se empecinan en tener el rostro de lo nuevo, donde la lluvia difumina las huellas del deterioro urbano y la gente parece haber llegado hace diez o veinte años, que es como haber llegado ayer, constatar las señales del pasado es una forma de pertenecer. Creo que la protagonista de “Aquí hay que hacer lo que sea”, el primer cuento de Muerte con campanas —empleada de una lavandería, que imagina la vida como una serie de películas de Hollywood y divaga sobre un cementerio tequesta hallado en Brickell en pleno boom hipotecario—, es la primera pista que lanza una autora que reclama su derecho a tener una historia.
En esta extraordinaria colección de relatos, su primera aventura narrativa, Kelly Martínez-Grandal explora un problema fundamental: cómo se hace para conservar la tierra y los arraigos que uno va dejando atrás, por desencanto, fatalidad o la promesa imprecisa de una vida mejor. Cómo se hace para darle sentido a la tarea de volver a empezar.
Nacida en Cuba, la autora dejó la isla en la adolescencia por Venezuela, y al cabo de varios años partió a Miami, donde vive en la actualidad. Kelly Martínez-Grandal sabe de estos viajes. Sin embargo, Muerte con campanas no es una indagación visceral sobre el desarraigo sino un recuento sereno, exquisito, de sus muchos rostros. La materia prima de sus historias son estos personajes enfrentados a la violencia del destierro, pero la autora muestra en sus relatos un oficio cuidadoso sobre la palabra, forjado sin duda en la poesía, donde mostró ya una capacidad singular para crear mundos inéditos.
Kelly Martínez-Grandal mira a sus personajes compasivamente, pero como si al mismo tiempo fuera incapaz de aliviar sus dramas, ordenar sus contradicciones. Y observa, sobre todo, implacablemente, sus entornos, los objetos y paisajes donde las mejores historias se reflejan y completan. Ahí están la matrioshka rusa que trabaja en Miami depilando muchachas, reflejada en bayas coloridas (“Matrioshka”); Olinda, la aspirante a gran señora en La Habana —“una postal del deterioro”— y que se aferra a su cama Reina Ana, la última esperanza de la vida versallesca que jamás va a tener (“Muerte con campanas”); Silly Jen, la payasita venezolana que trabaja en fiestas infantiles y que no quiere parir a su hijo rodeada de doctores y enfermeras que le hablen en inglés (“La estela en el agua”); o Xinia, la ex estrella de círculos intelectuales habaneros trasplantada al paisaje indiferente, anónimo de Miami (“Xinia”), la ciudad cuyo pasado parece no quedar aquí sino en cualquier otra parte.
Muerte con campanas nos empuja a mirar a estos personajes, pero no como meros sobrevivientes sino como individuos pertinaces, heroicos, que escarban en la arena buscando su lugar en el mundo y un buen día, acaso dos mil años después, lo encuentran.
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